La clave es el sueño
El apellido de la psiquiatra es Bitencurt.
Lo repito varias veces en mi cabeza porque me gusta como rebota su eco, la vibración. Es dulce, como si las palabras que lo conforman tomaran el fresco en una noche de Badajoz.
Pregunta cosas. Algunas las entiendo y a veces contesto. Otras, imagino la forma de cada palabra que en el aire se dibuja cuando habla. Pienso en luciérnagas y grillos. Pero también, en manos con dedos hermosos y orugas que se envuelven sobre sí mismas. Cada palabra tiene su figura y toca de una manera diferente mi cara.
Luego recuerdo la muela que se fue en la mañana por el desagüe. Se movía desde hacía días, y hoy, mientras cepillaba mis dientes, giró en el lavabo hasta que desapareció. Ahora, me faltan más de las que conservo, pero no me importa.
Por último, menciona el nombre de un psicólogo y la importancia que concedía a los sueños. Pregunta si estoy escribiendo. Su cara parece un durazno en el que han dibujado nariz, cejas, una boca. Se lo digo. Al principio dudo, pero al final se lo digo. Ella anota algo en la libreta y observo cómo su tic vuelve de repente; unas contracciones sutiles, y después se esfuma, desaparece, como las liebres entre la avena.
Por la tarde, en mi celda, miro al techo mientras fumo cigarros sin filtro. Son duros y no recuerdo cómo llegaron a mi mesilla. Observo las volutas y creo que definen figuras de apaches, ciervos, montañas peladas y riscos.
La modorra se apodera de mis párpados.
Hay una playa enorme, pero nadie en ella. El grito de las gaviotas suena como guarros en los chiqueros. El sol, naranja y gordo como una mula después de parir, se balancea en el cielo. Está cerca pero no quema mi piel. La brisa es agradable y me tumbo en la arena esponjosa. Cierro los ojos y siento la sal dentro de mi nariz. No la huelo, sino que la siento escamada. Algo recta por mi abdomen. Abro los ojos con lentitud y veo una tortuga amarilla y verde. No me asusto, pero intento apartarla con la mano, que no consigo mover. O si la muevo, sólo en espacios infinitesimales. La tortuga, ya en el pecho, estira su cuello gelatinoso y con sus dientes me arranca la piel, que suena como papel de lija en un travesaño. Escucho sus dientes rasgar la carne, la sangre a borbotones, las pulsaciones en mis oídos. Entonces es cuando grito, pero no hay voz; sólo un hilacho viscoso y con sabor a hierro que cae por las comisuras de mi boca.
Y al despertar lo entiendo.
Una tortuga se ha tragado mi corazón.
Próxima entrega de Sarajevo:
Atentos a La muerte