La impotencia de los mansos
Lo he visto. Hubiese preferido no estar allí, no ser testigo, pero lo he visto y no puedo hacer como si nada. ¿O sí puedo?
Castelló es un mierda, un hipster trasnochado con complejo de pobre-niño-rico que se las da de jefe enrollado. No, ni con sus gafas de pasta ni con esa barba de dos meses ni con sus camisas excéntricas de piñas y flamencos, consigue desviar la atención de la gilipollez crónica que achaca. Además le huele el aliento. Pero que Castelló se merezca un escarmiento por ser un cabrón sin escrúpulos, no significa que tenga que ser yo quien lo provoque, ¿no? Para ser franco y en su favor diré que nunca se ha ocultado.
Ya durante nuestro primer encuentro, cuando me citó en aquel almacén abandonado de Poblenou —donde extraños personajes androides realizaban performances psicodélicas— para ofrecerme, sin apenas conocerme, la campaña de Vanity, me dí cuenta de dónde me estaba metiendo si aceptaba. «La cuenta de Vanity es toda tuya, tío. No soporto a la Assistant, me la follé muy duro y ahora no deja de joder con volver a vernos. Eso sí, en tres meses necesito el margen al top, ¿estamos?» Lo cierto es que ese tipo de personas desacomplejadas, que se aceptan a sí mismas, que imponen su voluntad sin temor ni vergüenza, siempre han merecido mi respeto.
Quizás tras siete años trabajando para él yo también me esté volviendo un poco gilipollas. En ocasiones incluso me hacen gracia sus bromas misóginas y sus comentarios racistas y clasistas. «El tiempo de ocio está sobrevalorado, tío. La gente común no tiene una vida tan interesante, a mí que no me jodan. Reducir la jornada laboral, ¿para qué?, si se la pasan viendo Netflix, algunos contratan Filmin para ir de culturetas pero después no saben qué elegir entre ese catálogo de películas de mierda».
El problema es que lo vi. Y llevo la semana entera dándole vueltas al asunto, no puedo olvidarlo. ¿O sí puedo? ¿Cuántos años debe tener? ¿Diecinueve, veintiuno? Apenas lleva unas semanas en la oficina, prepara los cafés, recepciona la correspondencia y contesta algunos emails. Tiene ganas de aprender, se mantiene atenta, no hay que repetirle las cosas, parece espabilada. Se llama Alba.
Castelló siempre elige el mismo estilo de becaria; chicas escuálidas con los pómulos muy marcados, el cabello largo y lacio y la mirada desvalida. Me pregunto si pedirá fotos antes de aceptar las candidaturas. Cada año pasan por aquí cuatro o cinco de ellas pero yo nunca había visto con mis propios ojos cómo aguarda agazapado el momento preciso para acechar a su presa igual que un depredador en la sabana, solo que él las acorrala en el office, cómo impone su presencia, el pecho henchido, cómo se crece ante la víctima, despliega su plumaje, cómo sus alargados dedos viperinos de reptil húmedo penetran en el sedoso cabello de ella, cómo se pasa la lengua por los labios arrastrando la telilla de saliva blanca de sus comisuras, cómo carraspea y agrava la voz para pronunciar la frase más manida de la Historia: Te invito a una copa al salir. Cómo saborea primero la incomodidad, después el miedo. Ese momento sublime; el sometimiento, la humillación. El poder.
¿Quién coño me mandaría a mí ir a por una Coca Cola en ese momento? La mirada temblona de Alba se cruzó con la mía un segundo y después di media vuelta y volví a mi sitio. Debería haber entrado, dejado mi taza en el fregadero como quien no quiere la cosa, pedirle una fotocopia, librarla del suplicio. Pero no lo hice. Alba podría ser mi hermana, mi amiga, mi hija si me apuras. Ella sabe que yo sé y eso aún es más violento. Tal vez debería aconsejarle a esa pobre chica que se marche, que termine las prácticas en otro lugar. Desde luego, no voy a enfrentarme a Castelló, poner en riesgo nuestra artificial pero cómoda relación laboral. Yo no tengo nada que ver con lo que ha pasado, no es mi responsabilidad, debería dejar de preocuparme, total ya han pasado cinco días, un poco tarde para intervenir, ¿no? Estaré atento por si vuelve a suceder pero por el momento voy a relajarme, hoy es viernes y tras una ardua semana, me merezco un descanso. Tengo todo el fin de semana por delante para ver el estreno de la nueva comedia de Netflix; La impotencia de los mansos.
El ascensor nunca había subido tan repleto un lunes a las ocho y veinte. A la séptima, todos vamos a la séptima. El pasillo se encuentra abarrotado, los de Jerry’s se apelotonan tras el cristal para ver cómo nos desmantelan la oficina. Personas con chalecos rotulados con las siglas DCC y guantes de látex se mueven a sus anchas entre las mesas. Mis compañeros, sentados en sus sillas, observan la escena incrédulos; el ceño fruncido y media sonrisa en los labios. Los chalecos abren cajones, consultan fólders, acopian información en cajas de cartón, acatan órdenes de una voz familiar que procede del despacho de Castelló. Me dirijo a mi mesa, una tipa me indica que tome asiento y que le cante la contraseña. Me molesta su cercanía, la invasión de mi espacio y su respiración agitada. Mientras procede a registrar los archivos de mi ordenador veo salir a Castelló de su despacho, forcejea con las manos esposadas a la espalda mientras va largando un amplio surtido de insultos. «Maldita perra, me has engañado. Todo es mentira. No os creáis nada de lo que digan, esta puta malfollada, miente» Sigue con los improperios hasta que alguien le asesta una colleja.
—Un momento— dice la voz familiar a mi espalda—, este también se viene.
Giro sobre mí mismo sin levantarme de la silla.
—Inspectora Vergajo—me tiende una mano firme—. Alba Vergajo del Departamento de Control de capullos.
Aroa Cangueiro
Ciudad Nocturnal