La mujer de Pedro Tamales
La mujer de Pedro Tamales creía que Pedro Tamales era un buen hombre hasta que su papá la obligó a convertirse en la mujer de Pedro Tamales.
—Don Pedro, mi patrón, usted sabe, la niña aún no es mujer —balbució el papá, achicado por esa voz de hombrezote del patrón.
Pero esas fueron las condiciones de Pedro Tamales y el papá no pudo más que aceptarlas con el rostro tostado, lívido de una.
—Mija, Pedro Tamales es un buen hombre —aseguró el papá y mandó a la hijita, no sin pena, pal rancho del patrón.
La mujer de Pedro Tamales supo que no era hombre bueno la noche misma del casorio, cuando Pedro Tamales la encerró en aquella alcoba, el aire apelmazado pegado a la piel como sanguijuela, y con esas manotas suyas de dedos gruesos y callosos que hedían a paja y guano, Pedro Tamales le cerró la boca y hurgó bajo sus enaguas y empujó dentro de ella y gruñó y resopló dentro de ella así como un chancho. Jamás nadie le había advertido a la mujer de Pedro Tamales que algunos hombres se convertían en puercos cuando el mezcal hacía su oficio.
Pedro Tamales quería a la mujer en la casa, no consentía que se andase pal llano con los mulos y el borrico, los nopales y el maguey. Le valía madres que la muchacha tuviese don pa las plantitas y supiese sanar las alas rotas de las libélulas con un soplido, Pedro Tamales quería a la mujer en la casa; muele que muele, teje que teje, guisa que guisa frente al comal. La mirada baja y una palangana de agua limpia pa lavarle los pies con un pedazo de esparto cuando él regresaba del campo.
La tarde en que la mujer de Pedro Tamales se acercó al establo por mera curiosidad y dos de los capataces le echaron el ojo, Pedro Tamales jaló a su mujer de las trenzas, la corrió pa la casa a patadas, le amarró las trenzas a la mesa y salió endiablado en busca del garrote pa partírselo en el lomo a los muchachos. Dizque así, prisionera en la pata de la mesa, estuvo la mujer de Pedro Tamales tantitas lunas. Dizque así, quietecita y sin poder moverse, se hizo al fin mujer y de ella manó todo un río de sangre oscura. Dizque Pedro Tamales nomás la liberó cuando el vientre se le endureció.
El vientre de la mujer de Pedro Tamales no llegó a crecer lo que una timba preñada debe crecer. Pero eso no la libró de las crudas dentelladas del alumbramiento; desgarrador como cualquier otro. El hijo de Pedro Tamales nació conejo, musaraña o pichete, no niño. A ese ser diminuto de ojos rasgados y arrugado como uva pasa se le transparentaban azules las venas. Recién parida, con el cordón saliendo de sus entrañas, la mujer de Pedro Tamales se ciñó la criatura al rebozo pa ofrecerle el pecho yermo y enjuto. Le olisqueo y le lamió las sienes al hijito como había visto hacer a las bestias. Pero el hijito ni tan siquiera lloró, sus pulmones estaban inmaduros. Pedro Tamales tuvo que forcejearle, arrebatárselo a la fuerza y cortar el cordón con el puñal que llevaba al cinto pa meterlo en la caja de cartón. Lo enterraron detrás de la casa, bajo el guaje, junto a las adelfas.
Pedro Tamales no fue capaz de impedir que la mujer se acostase día y noche sobre la tumba del hijo, llora que llora quedito. Hasta los alacranes que por allá deambulaban se compadecían de ella. Poco o nada le importaba que las ascuas del sol cuarteasen sus labios; la mujer de Pedro Tamales guardaba en el paladar el sabor verde yerba del hijito y con eso bastaba. Tres estaciones permaneció recostada, ofreciendo lágrimas y calostro a la tierra árida, rogándole a diosito que el hijo al fin brotase recio del piso.
Al llegar la buena estación, las adelfas florecieron escarlata, altivas y repugnantes en su belleza, entonces fue que la mujer de Pedro Tamales comprendió que la tierra ingrata, a su hijito no se lo devolvía. Y gritó. Y el grito de la mujer de Pedro Tamales espantó las chachalacas que salieron en desbandada, se escuchó más allá del valle y la quebrada, más allá del río y la sierra. Dizque el grito de la mujer de Pedro Tamales llegó hasta el mar y allá se acomodó en la espuma lechosa del oleaje y allá se hizo del mundo.
El tiempo pasó en el rancho de Pedro Tamales, tantos otoños rendidos al viento, tantas vueltas al sol que se olvidaron de contarlas. Los ojos de la mujer de Pedro Tamales, mira que mira por la ventana, clavados en las adelfas, se secaron de pena. No hubo más Pedro Tamales apretando sus nalgas, no más convertirse en chancho en la noche ni más jalones de trenzas, por no haber, no hubo ni una sola palabra en la casa, ni una mirada encontrada. Solo el silencio vacío enseñoreándose del rancho. Hasta aquella madrugada sin luna, en que la mujer de Pedro Tamales sale al raso y arranca la mata y muele que muele y pica que pica y cuece que cuece las afiladas hojas de las adelfas en el café.
Y en la mañana, Pedro Tamales se lleva una de esas manotas suyas al pescuezo reclamando el aire que no entra en sus narices, colorado y aterrado, la lengua se le inflama y los ojos se le inflaman y nomás alcanza a decir: Qué has hecho mala mujer, yo siempre fui un buen hombre.
Aroa Cangueiro
Ciudad nocturnal