La sala de espera
Odio las salas de espera. Las odio y punto. Nada bueno ha sucedido nunca en una sala de espera. Desde luego no a mí. Son el preámbulo del caos, el miedo, el dolor. Y huelen dulce. Elliot entra saltando; dos veces sobre el pie izquierdo, una sobre el derecho. La sala se encuentra vacía, echa un vistazo a su alrededor y se sienta en el suelo como los indios. Dibuja círculos con las manos abiertas sobre la moqueta. Pienso en ácaros, bacterias, parásitos. Tomo asiento frente a él, la silla protesta con un crujido; ella tampoco quiere que yo esté aquí. El verde enfermo de las paredes, los ríos y jilgueros del hilo musical y la luz cenital nacarada como la muerte, me asfixian.
—¿Falta mucho?
—No creo. Nos llamarán en seguida, cariño.
Frunce el ceño, arruga la nariz y cruza los brazos sobre el pecho. No ha colado, o yo estoy perdiendo poder de convicción o él crece demasiado rápido. Frunzo el ceño, arrugo el morro y cruzo los brazos. La imitación le provoca una carcajada limpia, estira su metro quince de altura en el suelo, el hoyuelo de su barbilla supone un bálsamo, su risa un antídoto. Por un momento me creo capaz de controlar la situación. Solo durante un momento porque entonces la puerta de la sala se abre y como un vendaval entra ese señor enfundado en una americana de tweed. Su mirada metálica nos barre como las púas rígidas de un rastrillo de jardín.
Elli le saluda con su manita mugrienta. El hombre lo ignora, elige el asiento más próximo a la ventana, el más alejado de nosotros. El niño se lo queda mirando con desfachatez, el cuello ladeado con esa mezcla de curiosidad y fascinación. Le hago un gesto para que se acerque a mí pero dice que no alargando mucho la ene. Se pone en pie de un brinco, se acerca a la ventana. Su nariz aplastada contra el cristal. Su lengua dejando un rastro de babas. Los ojos entornados del hombre, el bigote torcido en una mueca de asco y fastidio. Casi puedo oír sus pensamientos. Siento frío en los dedos de los pies, la moqueta empieza a encharcarse.
—Me abuuurro.
Elliot corre hacia mí, descarga el contenido de sus bolsillos en mis manos temblonas; un palo, una canica, un clip retorcido.
—Hoy en el cole he aprendido que Plutón es el planeta más pequeño del Sistema Solar.
—¿Ah, sí? Qué interesante.
—¿Por qué hablas tan bajito, mami? Plutón es el planeta más chiquitín de todos y el más alejado del sol —canturrea elevando el tono.
El señor carraspea, cruza las piernas y menea la punta de sus lustrosos zapatos de ante.
—Debe hacer mucho frío en Plutón. Más frío que aquí cuando nos ponemos el gorro y la bufanda.
El hombre contempla fijamente la señal de silencio sujetándose el mentón. Siento frío en la nuca, la pared empieza a supurar.
—¿Por qué mueves así la pierna, mami? ¿Tienes 'nevrios' como aquel día? —el niño aletea con sus manos.
—No hagas eso, Elli, todo está bien.
Elliot golpea la silla con el palo como si fuese un baterista. El señor chasquea la lengua. Puto niño subnormal, piensa, estoy segura. Busco en el bolso; llaves, chicles, pintalabios, toallitas, tarjetas, más tarjetas, ¿dónde está el Rivotril? ¿Dónde coño está el aire?
—Mami, ¿tú has estado en Plutón?
Intento respirar pero el aire se ha convertido en vapor, un vapor húmedo y apretado. ¿Mami? Me levanto, me dirijo a la ventana. Necesito aire. Apoyo la frente en el cristal, los edificios se alargan, presiento el vértigo, el pitido en el fondo del oído, el frío escarbando mi cabeza. Vuelvo a sentarme. La mirada del hombre, el rastrillo. ¿Mami, has estado o no en Plutón? La canica, el clip retorcido. Me alzo de nuevo. El clip retorcido. El clip retorcido. ¿Mami? No voy a clavarle el clip retorcido. No, es que no quiero clavárselo en el párpado. Solo quiero respirar, mis sienes palpitan, aprieto los ojos. La silla cruje. Desconozco los límites de mi cuerpo, me diluyo, me fundo con la moqueta mojada, con el dulce olor a muerte.
El vértigo aparece; caigo hacia arriba.
El hombre se levanta de su asiento y da una sonora palmada asintiendo lentamente, después otra y otra más hasta que se arranca y aplaude con efusión.
—Bravo —dice con lágrimas en los ojos.
Aroa Cangueiro
Ciudad nocturnal