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Ni Cáucaso

Caúcaso me sonaba a frontera, a límite continental, a lejanía, a lugar improbable, a destino remoto incluso en la era donde cualquier parte del mundo está al alcance de la voluntad del turista que elige país o ciudad que marcar en el mapamundi de su personal periplo vital de viajero moderno. Hay quienes viajan así, tachando destinos exprés de los que han dejado constancia de su estancia (perdón por la cacofonía pretendida de la unión de ambos conceptos) mediante documento selfie con monumento al fondo. En primer plano los morritos y después la Torre Eiffel, la de Pisa o los arrozales de Vietnam con un puñado de aborígenes a la espalda como atrezo exótico indispensable.

Aunque algo desconocida, Georgia estaba ahí, a tiro de piedra, como cualquier otro paradero y lo elegimos por sus enormes montañas, por una naturaleza que no admite más adjetivos que ir otra vez allí y volver a contemplarla. Todavía quedan allí pueblos olvidados de la mano de Dios, cagados hasta arriba de mierda de vaca en sus cuatro calles sin asfaltar. Una delicia. Por eso hemos ido para allá, para perdernos en el bosque, para subir a alguna altura desde donde quedarse atónitos frente a glaciares que se mueren con crujidos que parece que se está partiendo la Tierra en dos.

Pero, como era de esperar, ya había gente por aquellos lares. No mucha pero es el anuncio de que aquello va a dejar de ser lo que es en unos pocos años. En las pequeñas aldeas proliferan los carteles de guest house donde dan alojamiento, buena comida casera y buen trato a buen precio. Por aquí y por allá también se empiezan a ver construcciones diseminadas en las afueras de los pueblitos, coquetas cabañas de madera a gusto del consumidor, que no quiere meterse en un zulo oscuro mal pintado como algunas habitaciones en las que hemos pernoctado los cuatro compañeros que hemos ido juntos.

A los lados de las terribles y hermosas carreteras cientos de puestos de artesanía y comida están a punto de desaparecer en cuanto se finalice de construir la autopista de la que ya están en pie los enormes pilares que sostienen viaductos de dimensiones faraónicas por donde pasarán los todoterrenos lujosos de matrícula rusa. Las tuneladoras también trabajan a toda máquina horadando con sus descomunales muelas los montes y en Mestia, ruidoso pueblo escondido en mitad de la montaña, ya hay aeropuerto cuya larga lengua de hormigón impacta por su anomalía entre las cimas. Allí irán a esquiar en invierno los que no encuentran ya nieve en sus latitudes.

Tenemos la sensación de que hemos llegado justo a tiempo, de que todavía hemos experimentado el milagro de caminar con la mochila a cuestas por un país que aún conserva gran parte de su esencia y que no se ha convertido todavía en una gran franquicia de la globalización. En los restaurantes, incluso los de la capital, te dan de

comer bien, sin prisa, elaborando los platos a fuego lento, atendiendo al comensal con calma y simpatía.

 

Aquí al lado en Portugal, por ejemplo, eso se perdió en un abrir y cerrar de ojos: te vayas a una aldea del Alentejo o a la mismísima capital, ya todo es prisa, colas, mal servicio, mala atención y cuesta encontrar un local donde te sirvan de comer decentemente. La última vez que pisé Sintra, lugar que tenía idealizado de ocasiones anteriores, se me cayó el alma a los pies ante el ruido del tráfico de tuc tucs, las hordas de turistas, los restaurantes abarrotados y la mala educación de quienes los regentaban que, además de tardar en atenderte y servirte, lo hacían con desagrado, desdén y chulería como diciendo que te podías ir a otro sitio.

Y así pasa con todo lugar y cada vez es más complicado encontrar ese sitio recóndito, ese pequeño rinconcito donde estar a salvo del turismo de masas porque ya no queda calita de aguas prístinas que no esté ensombrecida por centenares de sombrillas; piscina natural a cuyas orillas no haya ido a defecar toda una miríada de domingueros de culo peludo, nevera portátil, gazpacho, tortilla de patatas y litrona; despeñadero rocoso en las alturas donde no alcancen a llegar viejas, apestosas e invasivas furgonetas camperizadas de montañeros y montañeras que más bien parecen piratas del Caribe por las pintas que se traen de hombres y mujeres duros y duras de pelar, de armas tomar, piercing en la teta y piolet bajo la bragueta.

Al poco de regresar de Georgia, enredando en la sección en catalán de El País a principios de este mes que ahora termina, encontré lo que titulan Postals d`Estiu y en esta postal en concreto aparecía el nombre, que no voy a decir, y una fotografía de una pedanía de una aldea casi incomunicada en la montaña leridana fronteriza con cierto principado. Allí estuvimos el verano pasado mi mujer, mi hija pequeña y yo. Había elegido para pasar una semana ese enclave por no volver a pisar la zona del Parque Nacional cercano, donde gran parte de los numerosos visitantes acceden en taxi jeep y se bajan de él en chanclas junto al estany sant Pancraci. La sensación en el nuevo valle fue la misma que la del Caúcaso: a esto le queda poco. Efectivamente, se veían algunos adosados de piedra y tejados de pizarra en construcción y cierto movimiento de coches inspeccionando la zona. Para más inri, en la postal d`estiu se habla de una serie televisiva “que ha convertit la vall en un atractiu turistic”. Ahora las series se han convertido en documentos promocionales de regiones y comarcas, lo que faltaba en este panorama de consumo de masas, series en serie, cultura basura, cultura rápida, turismo de masas, turismo basura, basura de turismo.

Y así podríamos seguir, quien más, quien menos puede poner ejemplo de lugares echados a perder a lo largo de decenas de décadas de evolución y diversificación del fenómeno del turismo. Hay para todos los gustos, la diferencia estriba en que antes estaba el que se iba a Benidorm tan a gustito y ahora es que tenemos Benidorm hasta en el pueblo de cabras: muchedumbres ociosas, borregas, zombis y cerriles que se desplazan bajo el calor de agosto por cada recoveco y vericueto de las ínsulas y penínsulas.

Ahora me toca cerrar el mes de agosto con otro viaje, de hecho cuando esto se publique estaré fuera y he querido dejarle preparadas estas líneas al jefe. Se trata casi de un viaje de negocios a una ciudad en la costa griega: había que gastarse el dinero de una beca europea en unos cursos de formación antes de que empezara el próximo curso en el inminente septiembre. Somos cinco los que vamos, cada uno de su padre y de su madre, y ya hemos tenido nuestros más y nuestros menos a la hora de planificar el viaje. El caso es que ha habido que ceder para que todo no se fuera a tomar por el culo y una de las cesiones ha consistido en aceptar que para ir a Grecia había que pasar primero por Bulgaria y conocer su capital a toda prisa y después pasar por no sé qué monasterio entre las montañas que pilla de paso y así no tener tiempo de conocer bien la zona de Tesalónica, que es donde se celebra el curso en cuestión.

Qué rabia tener que acabar así el tiempo de vacaciones de verano y no poder disfrutar a mi humilde o soberbio antojo, sin pretensiones ni prisas, en este caso de una ciudad, que debo reconocer que también me fascinan por muy asilvestrado que me quiera presentar. Por unos días arraigarme en ella, andar y desandar sus calles, entrar si acaso en algún museo o catedral, aunque prefiera sentarme a verla desde fuera, desde un velador de una plaza donde paladearla a sorbitos como parte del paisaje, porque una catedral no deja de ser negra piedra antigua, la piel de una montaña humana.

Viajar debería ser siempre un espacio para la lentitud, para degustar, mientras pasa la gente, una cerveza sentado en una terraza de un bar elegido con el acierto que da la experiencia de saber detectar dónde se conserva todavía lo bueno entre tanta prisa, tanto fast food, tanta franquicia, tanto turismo frenético y basura.

Dante en bañador

Hispanista sureño

Agosto/2024

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