Más abajo que la noche
El cursor parpadea, te cuestiona hastiado como de costumbre. La dramática luz del véspero se cuela a través de la ventana, piensas en manzanas agusanadas y jeringuillas, hojas de parra y porciones de pizza, cucharas humeantes y luces de neón y serpientes y cascadas de agua cristalina y hogueras. Te reclinas sobre el respaldo, la mediocridad de tu imaginario te da asco, suspiras con igual o más hastío que el cursor. No lo hagas, no escribas de mentira, no intentes relativizarme, sabes bien que mi aguijón puede inocularte la culpa y desbaratarte el relato cuando quiera.
¿Recuerdas aquella tarde? Claro que la recuerdas, han pasado más de treinta años pero cómo olvidar el garaje de casa de Laurita, la mesa de herramientas, el frío suelo de hormigón. Por supuesto, aún atesoras el olor a gasolina mezclado con el de chicle de fresa en su saliva. Esa fue la primera vez que caíste. Que caíste hacia arriba, te olvidaste de oponer resistencia al ser y permitiste que los hilos invisibles del deseo elevasen tus Converse por encima del suelo. Te preguntas qué hubiera ocurrido si aquella tarde, hace treinta años, Laurita no hubiese extendido la colcha de felpa sobre el frío suelo de hormigón para jugar contigo a médicos. ¿Te duele aquí? No, más abajo. Quién serías de no haber crecido creyendo que existe algo malo dentro de ti. Más, más abajo. Un huésped que te desafía. Ahí, sí ahí. Un alacrán que debes esconder con celo. Justo ahí, en la raja húmeda.
Desde entonces no puedes escapar de mí, tu vida un macabro juego de espejos rotos, un constante descenso a las profundidades. Quisieras al menos llorar pero ya nada te conmueve y echas a andar. Siempre andar por andar buscando nada. La calle te resulta un hervidero de oscuros anhelos atrapados en la telaraña de odio y envidia. El quiosquero te sonríe mientras ordena los periódicos pero en realidad desearía amordazarte, ponerte a cuatro y darte fuerte. Enfrentas la mirada suplicante del perro cuando el amo tira con fuerza de la correa. El estrangulamiento, la humillación, el dolor por la falta de aire, la sumisión de lo salvaje, hiere y excita. Caminas hacia el parque, crees que entre la ruidosa alegría de la infancia, hallarás la calma. Te equivocas. En el banco, junto a ti, la anciana desdentada que da de comer a las palomas, se relame imaginando las nalgas inmaculadas de los niños que suben y bajan del tobogán.
No temas, hay solución, déjame guiar tus pasos. Ven, existe un lugar aquí abajo. Ignora las lágrimas, el sudor agrio. Escarba con uñas y dientes si es necesario y sigue bajando. Más abajo. Ignora el barro y las lombrices y el sabor a herrumbre. Más, más abajo que la noche, aquí es mi guarida; tu redención.
Aroa Cangueiro
Ciudad Noctural