Melpómene y Talía
Muy joven escribí un poema romántico que tenía que ver con la falsedad del mundo y que dediqué a Mariano José de Larra. Empezaba así: Mil caretas en la calle,/en la calle, sola, una cara,/una cara, disfraz de sangre,/sangre, la memoria de Larra. El caso es que la visión del mundo del autor me marcó en su día hasta tal punto que hoy, a riesgo de resultar adolescente, romántico y decimonónico, aún conservo esos pensamientos, especialmente cuando detecto ciertas actitudes -que más bien son aptitudes- entre adultos.
Cuando alguien se siente desenmascarado es porque otro, con una mirada en silencio a los ojos o con una frase directa a la línea de flotación, le ha quitado la careta que lo sostenía. Si ese desenmascaramiento no es público, si es mera cuestión de sentirse descubierto por otro, ese otro lo va a pasar mal pero que muy mal. Porque, tras unos primeros momentos de estupor al sentirse desnudo, indefenso o al descubierto, el desenmascarado se recompondrá por puro instinto de supervivencia y ese mismo instinto lo llevará a defenderse de la terrible ofensa mediante un arsenal de calumnias, difamaciones, manipulaciones y otras armas rastreras. No se puede correr el riesgo de que nadie más lo sepa, no hay que dejar testigos.
Pero si la máscara se le ha caído tras bofetada pública, peor será la venganza, dado que el temido riesgo de que se conociera el verdadero careto que se escondía tras la careta es ya un hecho. No obstante, asombra lo rápido que se recompone un desenmascarado. Lo primero que hará es llorar en la misma plaza pública donde a sus pies yace caído el disfraz facial: se tapará la cara con las manos y se pondrá la máscara griega del llanto. Que todos sepan que ha sido agredido por ese ofensor malvado, ese al que señalará con dedo tembloroso de ira -los demás lo atribuirán a los nervios-, con dedo acusador.
Y ahí ya ha empezado el juego, a la tortilla se le acaba de dar la vuelta y la duda asalta a los presentes que, como podían andar despistados y no saber bien a santo de qué venía esa metafórica bofetada pues no estaban al corriente de la acumulación de pormenores, pormayores y otros antecentes, no saben bien qué pensar. El verdugo farsante se hará la víctima y el que venía aguantando y sufriendo al enmascarado en silencio hasta que rebosó el vaso de lo admisible será juzgado de ofensor. Mira cómo llora ese pobrecito, si llora así tendrá sus justos motivos, algo le habrá hecho ese otro, ¿no?
La mueca griega del llanto invertirá su sentido hacia arriba bajo las manos de quien seguirá con el numerito, con la farsa, arrodillado, lloriqueando. Llorando por fuera y riendo por dentro: fusión grotesca de las dos máscaras, de las dos muecas, de la doble cara.
Ante tal repugnante espectáculo de mezquindades y mentiras lo que uno debe hacer es aprender a apartarse, retirarse a su soledad, estarse quieto y callado salvo que no quede más remedio, porque estos cómicos trágicos son unos auténticos profesionales, tienen el papel más que ensayado y despliegan tanta energía que parece que les va la vida en ello. Imposible estar a su altura de interpretación. Además resultaría agotador e inacabable. No es nuestro terreno, no es nuestra batalla.
A cuantos ofensores se han hecho pasar por ofendidos va dirigido este artículo, a aquellos que ante el riesgo de que se conociera su cara real, se han preocupado de que eso no ocurriera por medio de un despliegue letal de los recursos de la insidia contra aquel que los tiene calados, contra aquel que no les ríe las gracias en la feria diaria de la hipocresía.
También va dirigido a todos aquellos que, bien por interés de esbirro o correligionario o bien por pereza o falta de ojo clínico, no han querido o no han sabido ponerse de parte de quien debían y se han sumado a la versión de los impostores en la gran farsa del mundo.
Dante en bañador
Hispanista sureño
Mayo/2024