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El Predicador


El Predicador

No era una noche cualquiera, toda noche si te detienes y se la escucha, se presta en toda su desnudez para romper con la realidad más ramplona. Descansaba sentado en la fuente de la Puerta del Sol y no esperaba a nadie. Estaba solo y tranquilo, lento como el príncipe de los mendigos, divagando y divagando, enamorado de la gente que paseaba eléctrica y divirtiéndose, ahora que el invierno había dejado atrás varios días seguidos de desquiciadas lluvias.

Transcurrida una eternidad con los pies congelados, pensé que podría pasar por el Aleatorio y saludar a algún colega, beber un par de copas y morir hasta mañana. En esas estaba mi mente, lagarta y nocturna, hambrienta de historias nuevas, gárgolas y canciones, cuando de repente, siempre es de repente, apareció de la nada, de dónde si no, un predicador, Biblia en mano, creyéndose señalado por los cielos o vete a saber por quién. El tipo era de culo inquieto, se movía de un lado para otro demandando atención, convencido, llevando hasta la extenuación cada embestida amenazante, poniendo caras de estrangulado con sus diminutos ojos negros a punto de estallar. Me imaginé que en vez de cuatro o cinco locos escuchándole, incluyéndome a mí, tenía la plaza abarrotada, todos atentos a cada punto y aparte para aplaudir poseídos como pingüinos. En cada balcón una cámara para inmortalizarlo, cada cual alzando el móvil y en las pantallas su careto en grande.

Así ha funcionado y funciona el planeta: uno habla y los demás aplaudimos aunque no llegue el sonido, si hace falta lo hacemos hasta con las orejas, aplaudimos por contagio al igual que bostezamos o reímos; por eso siempre me ha encantado la carcajada solitaria desde platea, esa risa que se anticipa cuando nadie más se atreve, o el bostezo ante la chapa de un sectario que se excede demasiado.

Caminaba ya por Montera, luego Valverde arriba, hilando e hilvanando, aparentemente distraído, pero preparado y con la antena puesta como un buen escolta, recogiendo imágenes y construyendo símbolos. Me sentía rodeado de predicadores predicando por todas partes: tele-predicadores, predicadores en la onda y en la red, en el reflejo de los escaparates, detrás de los bidones de basura y en las palabras de mi propia voz. Vienen a salvarnos, a que seamos tan buenos como ellos, a que no cambies nunca de emisora, canal o periódico, a decirte que Danton vive en la desidia y que estos son los tertulianos de siempre, su pachanga.

Después de cruzar veloz el Dos de Mayo y antes de abrir la pesada puerta del Aleatorio, quise zanjar la cuestión y retirarme un rato: hay que estar concienciado siempre, y no esperar a ningún derrumbe económico para sumarse a la Política. El único milagro posible es el humanismo diario de las personas, porque las grandes transformaciones no necesitan una aparatosa escenografía. Si la ilusión política no cede nos evitará muchos problemas, ya que tendrá que existir un gran nivel político para superar la exigencia ciudadana. Con este entusiasmo de ahora, seguramente nos hubiésemos librado de los últimos presidentes, de la corrupción inmoral y hortera, de la irrupción rápida de políticos y quizás todos defenderíamos esta maravilla de diversidad llamada España y un Madrid mucho más cultural y ecológico.



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