Rastro salvaje
Caminando un martes cualquiera, a las cuatro de la mañana, por la calle Bordadores, y después doblando por Arenal, se vienen pensamientos no formulados durante el día y hay una matemática extraña, a contrapelo, marginal si se quiere, de trastienda húmeda de local que se alquila. Madrid es una extensión de una pequeña membrana, guarda su pueblo chico, sus caras de otras veces, su historia más allá de un Zara. Estamos jugando a sobrevivir otro septiembre, sin más presente que La muerte, junto a tarjeteros, lateros y floristas: la cara desdentada de la capital: aquello de lo que no se habla y solo entiendes cuando estalla. Vidas y países se juntan en el hormiguero de Sol, erasmus cachondos y proxenetas. Cada cual se hace dueño de su esquina y decide a cuánto pone el culo, para pagar los libros de sus hijos o irse al carajo. Dinero para cobrar y dinero para gastar. La rosa o una nalga sangrando de un navajazo. El secreto está en la posición, escoger la mejor ventana para tu francotirador y no soltar más que las palabras precisas. Y claro está, saber a quién apuntas. Esto es lo que hay en una economía libre de mercado -Popper lloraría conmigo-, lo demás ya lo conocen, puro espectáculo.
Hecho el trabajo y con la pasta apretada en los vaqueros, vuelvo a casa sin prisas, sabiendo que, todavía, queda tiempo para que los del primer turno se levanten. Esa hora, decía un locutor de radio, en la que el olor a champú se mezcla con el olor a whisky en los ascensores de las emisoras. En la franja de tres a cinco de la mañana puede pasar cualquier cosa. Es el quinto sueño despierto, donde otro tipo de sensaciones andan al acecho, señales que jamás verán los que solo viven el día. Momento para los mejores ladrones de ideas, para forzar puertas que se resisten. Al cruzarme con un mendigo, ya por Cibeles, de perfil duro y bigote negro, recuerdo que Nietzsche dejó escrito que las grandes ideas nacen al aire libre, paseando, saliendo de las cajas de cerillas en las que dormimos, de las que él tanto se reía desde lo alto de las montañas. Hay algo que se interacciona entre las piernas y la cabeza, como una gasolina especial para pensar que, para otro día, nos lo tendrá que explicar mejor alguien de ciencias. Es como ese mantra que se repite cuando se camina por el campo: el chasquido de la arena si se va en silencio, produce un placer mortal a los oídos, los tímpanos se deshacen en música acuática.
El mal de aurora ataca como dice mi maldito. Me despido. Cuando despierte alguien habrá leído este escrito, como si fuese un rastro de vino o de sangre que ha dejado la noche. No hay nadie inocente, lo siento. Los hay menos culpables: los que se paran un momento y vuelven a casa por un camino distinto, aunque sea más largo. Los que viven la repetición de lo que merece la pena como algo sagrado. Los que sin que nadie les pague, siguen a su estrella hasta el punto final.