Confluencias de flujos diversos
Han pasado unos quince años de aquel día. Estábamos en el sótano de la cafetería Joquin, jugando al billar después del colegio. Me recuerdo apoyado en la barra de cristal en la que los más mayores se dibujaban las rayas, esperando mi turno para la partida. Iba con mis bluchers marinos, el pantalón gris -con algún chinote- y el polo blanco con el escudo del Natividad. Todo transcurría en completa libertad. Solo me esperaba la noche y los libros que me diesen la gana: La resistencia y Antes del fin, de Ernesto Sábato, me marcaron mucho, por poner un ejemplo. Era salvaje y autodidacta, apasionado y combativo. Mi esperanza en el ser humano no tenía límites y en nadie veía la maldad. Era el chico más libre o más perdido de mi calle, según cómo se mire. Hoy, todavía, no sé si esos años me lo quitaron todo, o fueron el comienzo de un sueño. Solo sé que escribo y que son casi las tres de la madrugada. Esta vez mi escrito no pasa por el papel y es un placer sonar en teclas nuevas.
Mientras aguardaba impaciente el momento de romper las bolas, bajaron las escaleras de madera unos sharperos de mi edad. Aunque al principio, de reojo, no supe si eran nazis o de qué palo iban. Más de cerca, ya uno se enteraba que eran, o iban, de anaquistas. Digo lo de iban porque para el más charlatán de todos ellos el anarquismo siginificaba caos. Sin embargo, para mí, era lo más espiritual que existía. Frases como La solidaridad será nuestro único poder, de Bakunin, o La anarquía es la más alta expresión del orden, de Élisée Reclus, resonaban en mi cabeza, aludiendo una filosofía y una manera de entender el Mundo más humana que toda la bazofia política que dominaba la realidad.
Hace unos dos años, no recuerdo bien, salió en las noticias que un grupo de anarquistas habían agredido a los miembros de un foro católico en la Complutense. Bajo el lema Contra el fascismo, el capital y toda autoridad, se liaron a hostias como puesta en escena de su sensibilidad e intelecto. Me provocaron más que repugnancia. En las imágenes que vi en la prensa y en la televisión, se demostraba que la exageración en las pintas que llevaban, tan poco estéticas, eran inversamente proporcionales al verdadero conocimiento del anarquismo. Creo que cuanto más se sobreactúa en política, más se tergiversa la esencia primigenia y se cae en extremismos. Y mi anarquismo no es un extremo.
Siempre ha sido así, es una pena. Hay gente que interpreta de una forma radical y tozuda una creencia o ideología. Con el cristianismo sucede lo mismo. No sé entiende cómo un mismo libro puede ser la base teórica de la mayor tiranía o el sustento más ético de una persona. No me he leído de corrido el Nuevo Testamento, pero sé que atesora enseñanzas preciosas y poéticas para la vida, que dan sentido, como lo da la más brillante literatura. Lo mejor del anarquismo y el cristianismo confluyen. Lo peor se retroalimenta, viviendo del odio y el resentimiento.
A día de hoy, 22 de octubre del dos mil quince, después de tanto cabalgar, no me considero anarquista o cristiano. Prefiero exprimir lo mejor de cada idea y, como en el teatro, saber mezclar estilos, o indagar cuál es el mejor en cada caso. Me gusta cambiar de caballo según el paisaje. Quien quiera pintar solo con un color que lo haga, pero que no sea intransigente con los que aspiramos a sorprender con una gama variada de colores.
Me pregunto que habrá sido de ese grupo de sharperos que recorrían la Prospe buscando movida. En el Joquín rompieron un espejo de los baños y Antonio les dijo que no los quería nunca más por su billar. ¿Seguirán provocando el caos como medio para alcanzar su utopía? ¿O se habrán convertido en ejecutivos de grandes empresas a los que les interesa mano de obra barata en países sin normas?