Por un país sin garrafón
No me lo explico. Es de esas cosas que aunque me repita una y otra vez no dejan de sorprenderme, por nefastas. Porque nos tratan como imbéciles, porque aceptamos serlo aunque sepamos la verdad y creamos que otra noche es posible. Entre uno de los diez principales problemas nacionales metería el garrafón, a los trepas del ocio nocturno, maleantes que no les importa tu salud y hacen tajada rajándote el hígado. Si fuese político durante un día, iría a por ellos, no tengo duda. No por venganza sino por decencia, para enseñarles que el ocio se merece otras manos, una oferta alumbradora de cultura y buena música, con espacios donde se pueda bailar sin parecer una sardina en lata.
El garrafón es un vivo ejemplo de lo que nos pasa. Sabemos que existe, pero no hacemos nada. Consentimos, o como mucho lo denunciamos entre los colegas sin que el cabreo llegue a ningún puerto. Si de verdad llegara, muchos locales cerrarían y nacerían otros. Le tiraríamos la copa al jefe, para que se fuese a reír a otra parte, o lo que es más sensato: habría más inspectores de sanidad poniéndoles los huevos o las tetas en la garganta. Lo siento por el tono, pero por más que lo pienso no lo entiendo.
Su peste se expande por todo el territorio y claudicaremos las veces que haga falta. Por no aguar la fiesta pagaremos los ocho, nueve o diez pavos de la copa. Siendo la noche tan vulgar, tan hortera e insulsa, es normal que al amanecer sigamos infectados, como si una mala borrachera nos acompañara en silencio sin ser percibida, una resaca que nos apoltrona, envolviendo nuestras decisiones, un polvo inoportuno que impregna el tejido social dejándonos sin orgasmo colectivo.
Una sociedad que disfrutase la noche de otro modo, tampoco se dejaría engañar durante el día. La luna y el sol se comunican. Lo que se esconde en la oscuridad aflora por sorpresa cuando menos lo esperas, poniéndote cara a cara con tus negras ideas. Ahora ya entiendo que el culpable de todos los males es nuestro mal beber, por mucho que vacilemos de sol y palmeras. Es una resaca perpetua de un miedo de Atapuerca, que a la hora de la verdad tira para casa, al calor de su excremento. Por eso votamos con una pinza en la nariz en vez de con la valentía que necesita nuestro pueblo. Por eso aceptamos el garrafón y un disco rayado rompiéndonos los tímpanos. Cuando cambien las noches, cambiarán los gobiernos.