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A solas con Bergoglio


Ha sido una lectura que te devuelve al origen y te recuerda quién eres, ese chico de doce años que pasa olímpicamente de las clases, pero que está leyendo Dios y el Estado, de Bakunin, valga la paradoja. Te reencuentras con tu alma revolucionaria, ahora matizada con los años, con miedo a la marginalidad, quizás por ello, de pronto, tu mirada hacia Roma. Nunca antes presencié, a tiempo presente, un ejemplo tan grande de que los verdaderos cambios empiezan desde dentro, poniendo en evidencia a la propia familia. Ahí lo tienes, Laudato si, la encíclica verde de un papa revolucionario que no ha venido a verlas venir, que está pidiendo sonriente que le disparen y no tiene miedo, solo esperanza.

Te seré sincero, Bergoglio. Mi primera comunión fue casi la última. Durante años despotriqué contra la Iglesia, he hasta blasfemado, aunque nunca ha sido mi estilo. Reventé clases de religión por comentarios homófobos, por tratarnos como a ovejas queriéndonos dóciles y dormidos junto a Dios. He cometido mil pecados que te contaría, si no fuese porque aterraría al lector que hasta en el mejor de los casos siempre es biempensante. Lo esencial es que aquí me tienes, besándote la mano, no como tantos idiotas que te visitan y luego son peor que satanás como canta Revolver. Me tienes, no como fiel ciego que se fustiga rezando, ni como la amenaza del infierno de la peor de las madres superioras, ni como ese joven conservador, de moral rancia, que en su vida sentirá el Evangelio. Soy lo más parecido a la oveja descarriada y al hijo pródigo, perdóname.

Jesús como idea, hombre e hijo de Dios, nunca me defraudó. Siempre sospeché de todos los que me hablaban de Él; hoy reconozco que, a través de su presencia absoluta, entendí la primera literatura de mi infancia, esa otra realidad que está en los libros y lo impregna todo, cubriendo la realidad más aparente, más cercana, para llevarnos a un Mundo mejor, ya trastocado por la magia de la palabra. Jesús fue mi primer personaje, con el añadido de haber sido hombre, y además hijo de Dios, ahí es nada. Nos trajo la revolución del amor, la poesía de las parábolas, el saber que si cierras bien los ojos y sueñas con fuerza, los sueños se cumplen: la fe.

Leyendo Laudato si he vuelto a pensar en todo esto, en lo que tengo de cristiano, si es que tengo algo. He vuelto a sentir a Jesús y su mensaje. Pero lo más importante, es que en esta encíclica Dios es lo de menos, por mucho que ofenda a su autor. Ahora la cosa va más de diosas, y en este caso la protagonista es la Madre Tierra: nuestra casa común. Son casi doscientas páginas revolucionarias, pero no incendiarias. Con ello quiero decir que desde el primer punto hasta el último, se nos insta a ser partícipes de un cambio sustancial en nuestra forma de vivir y relacionarnos con la Tierra, un cambio que llegará si de verdad hay una revolución de conciencia y una exigencia con uno mismo. Lejos de concepciones antiguas, la que viene será más que una revolución, será una sinfonía del espíritu.

Francisco nos invita a dejar de mirarnos el ombligo, a saber que pertenecemos a algo mucho más grande que nosotros, una grandeza que no es despótica sino protectora, maternal. Venimos dados a la vida, a la naturaleza, de nuestro abrazo se escapan las montañas, el aire, el agua. Pertenecemos a una maravilla, a una locura soñada por Dios. Somos igual de importantes que un pico de pájaro o que la dentadura perfecta de un cocodrilo. Nuestra vida depende del árbol y del último pez crepuscular que se pasea bordeando las rocas. Somos una obra de arte viva, inacabada. Tenemos que trascender, desenmarañarnos de las costumbres que nos impiden ver toda la existencia. Lo primero que se necesita, para defender una tierra verde y azul, es una base espiritual en cada persona, alejándonos de la cadena atroz de entender el mercado como una bestia insaciable, de un consumo que no tiene límites mientras provoca, para seguir funcionando, una Tierra cada vez más gris y asmática.

Bergoglio pide acción. Para palabras y chapitas ya hemos tenido bastante. Ser ecologista de sobremesa no sirve para nada. El gran drama al que nos enfrentamos, no se arregla siendo unos impostores, llenándonos la boca de manantiales, para después nadar en el consumo del crudo más negro. La ecología, nos explica, empieza por el respeto y la espiritualidad hacia uno mismo, hacia nuestra mente y nuestro cuerpo: sabernos diferentes, especiales, herederos de un regalo, la vida en un paraíso que no podemos destrozar desde un <<antropocentrismo egoísta >>.

Es la hora del látigo al mercader que llevamos dentro, al banal confort de esta pseudolibertad de velocidad y humo. Que cada cual se denuncie a sí mismo y medite y trascienda. La vida es el milagro del ahora, del presente, de creer que este artículo se levanta y se hace un tronco fornido. Es la hora de la fe y la trasformación. Una túnica blanca de equipaje, una libreta y la revolución de conciencia.


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