Barcelona desmedida y sin banderas.
Profundo respeto por Catalunya, un profundo respeto siento por cada persona que me cruzo en Barcelona, mi nueva amante, en la que gasto mis suelas, seducido por las nuevas vidas que me brindan sus encriptados rincones. Llego, al caer la noche, a su límite azul donde bombea el universo y el discernir mágico se extiende; después me adentro, otra vez, en la ciudad, disfrutando de los rostros marinos, de una bronca de una pareja hablando en catalán que me enternece, me hace saber que estoy aquí, orillado por fin, en una tierra que me adopta, en una nueva dimensión de planeta, amparado por montañas.
Seguiría hablando de todo esto, de la felicidad que supone perderse por las calles, de desencajarse y sonreír con todo, de escuchar cada ratón que se mueve, cada sacudida del agua, del viento, de la humanidad toda. Abriría una lata de cerveza y me sentaría en la fuente de la Plaça Reial, como hacía en la Puerta del Sol, esperando el momento especial, para entrar en el Jamboree y bailar como un negro un poco de rap. Este artículo se merecería, también, que escribiera sobre el mundo disparatado y genial de Eduardo Mendoza, escritor catalán con el que emprendí este viaje interior hacia Barcelona. Hay un antes y un después de haber conocido su literatura, con él he traspasado mi frontera mental, y me acordaré siempre que, agarrado a sus palabras, di el gran salto de abandonar Madrid cuando no había ningún motivo objetivo para ello, esa explicación lógica que te piden los modélicos, los que no entienden las verdaderas motivaciones humanas.
Siento ponerme tan serio de repente, pero una cosa es mi vida en Barna y todo el buen rollo que desprende, y otra bien distinta es el cometido político que Danton siempre tiene. Así que nada de cervezas, paseítos por la Barceloneta, o la fantástica noche mediterránea. Toca remangarse y fruncir el ceño. Dictaré a mis dedos lo que quiero que se quede grabado en este muro gris de mi blog sin aviario. Vengo al escritorio a hablar de la soberanía nacional, ahora que en Catalunya y el resto de España anda el tema tan caliente. Me duele el tema por la división que implica. Sería más fácil no pronunciarme y hablar solo de gaitas, pero soy ciudadano además de persona, por lo tanto, político además de poeta. Todavía hay una inmensa mayoría que solo lee lo que le hace palmas al oído, mientras un servidor afila su espada leyendo a Pilar Rahola. Aunque es en exceso mediática y muchas veces contraria a mis ideas, confieso que sus columnas en La Vanguardia son bastante buenas.
Al tajo entonces, al tajo pues. Con las piquetas recién clavadas en la Ciudad Condal, con las estanterías del alma aún en el aire, vengo a repetir una realidad que, aunque sencilla, pareciera que no se ha explicado bien en España. Hablo de realidad y le meto un puntapié al lirismo, pero qué queréis que os diga, en lo político no deliro, solo deliro en el arte, creo que se me entiende. Y me repele cuando la política se vuelve mesiánica y se convierte en himno. La razón tiene otra música, distinta luz, en la que la locura de uno no tiene que ser seguida por el resto. La sangre en el poema es bella, uno puede ser hasta asesino con sus versos, puede canalizar su instinto escribiendo un relato en el que mata a todos sus vecinos con un machete, pero en el discurso de la razón las palabras son otras, no menos bellas, por cierto. En vez de tribu puede decirse Estado, por ejemplo. La sangre en las calles da mucho miedo.
Siguiendo ese hilo de polvo de oro, al que le vamos a llamar progreso aquí y ahora, no entiendo cómo en nuestro país ha podido ganar el combate político la idea de la autodeterminación de los territorios, sobreponiéndose al conjunto de las personas. Gran parte de las izquierdas junto a las derechas periféricas, llevan años dale que dale con un mensaje que ha dejado apopléjica la defensa de la soberanía nacional. Es más, parecen que han conseguido que el hecho de defenderla parezca conservador, cuando conservador y antidemocrático es justamente lo contrario: apelar a un territorio concreto, negando que a cualquier persona de España, nazca donde nazca, le incumben todas sus autonomías.
Da igual tu árbol genealógico, tus últimos ocho apellidos, el lugar donde vives hoy o al que decidirás de un bote irte mañana. Da igual que toques las palmas flamenco, que te sientas Dios en el paraíso verde de Asturias, un gnomo en Galicia o un chulapo chulo en Madrid. Nada es de nadie o todo es de todos, según lo quieras ver. La realidad de la soberanía nacional a la que, aunque caiga en contradicciones, le ha faltado un poco de defensa poética, es lo más progresista que existe. La libertad y las leyes dentro de España te permiten por ello vivir, empadronarte donde quieras y, si no te pesa el culo, votar lo que te plazca. Esto es un hecho que existe, palpable y que hay que defender. Otros quieren romper la diversidad y hacer de sus pueblos una sola cosa, una identidad en extremo concreta. Pero el sujeto político no es Euskadi, Catalunya o Extremadura, el sujeto político es España entera, te muevas por donde te muevas. El concepto es claro. De no ser así, mi conciencia libertaria me dice que la autodeterminación está en cada persona o en cada aldea. Pero esto sí que sería volvernos locos, romper el tablero a cabezazos y tirar todas las cartas por los aires.