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Lo recóndito


Hace tiempo que no sacamos el tema, pero Noah, en más de una ocasión, me ha dicho que los que escriben poesía se fijan demasiado en sí mismos, se embelesan con el Yo. Un yo sin velo alguno, sin pizca de misterio, objetivo de cualquiera, sentimentaloide, raquítico intelectual. Noah, el muy cabrón, me dijo a su manera, en mi alcoba marinera de Madrid, que lo que escribía le parecía a veces, solo a veces, el cabrón, demasiado personal, y que para él el arte se tenía que centrar en la mirada. Como un buen fotógrafo o pintor, salvo en un autorretrato, me tenía que ocultar tras la obra, ser quien no sale en la foto, diluyendo mi persona por toda la creación, siendo el demiurgo que está en todas partes sin caer en la bajeza o bajuna de mostrarse o enseñarse. He aquí el arte, susurraba, mientras con el sofá dado la vuelta contemplábamos un tejado gris y feo que al caer la noche lo trepábamos con nuestro particular humanismo autodidacta.

Es la mirada lo que importa, lo que traspasa, la que captura y lanza la red a la decadencia bella de una fachada lisboeta, o mejor aún, a la eternidad mágica de la ruina.

Escribo todo esto, porque llevo varios años pensando que hemos convertido al Mundo en algo que cada día tiene menos clase y es más obsceno. La estupidez se ha multiplicado por las redes sociales, y hoy en día que a nadie se le ocurra hacer la menor crítica, porque será tachado, cuanto menos, de trasnochado. Creo que soy uno de los pocos jóvenes de esta época al que menos le han importado las redes, a no ser que se haga de ellas un uso exquisito. Lejos quedan aquellos tiempos en que lo único criticable, por considerarse que adormecía a las mentes, eran los culebrones o el fútbol. En menos de dos décadas nos han machacado las mentes. Desde el experimento social del primer Gran Hermano, la basura programada ha ido en aumento. Hoy una gran parte de la población se comporta como si fuesen famosos. El problema no es Belén Esteban, sí sus millones de clones, hombres y mujeres. El problema es que alguno de ellos sea candidato a ser presidente del gobierno. Copiamos el mismo comportamiento que los famosos sin mérito a los que forramos, mientras el otro día en Montjuïc presencié que le requisaban todos sus discos a un señor músico, por deleitarnos a los presentes en la Font Màgica. Es la Barcelona de Colau, por cierto. Antes la fama era para quien gracias a una cualidad especial, ofrecía a la sociedad algo sorprendente: un libro, una partitura, un plano, una vacuna, un récord deportivo. Ahora cualquier tarado es viral, si millones de tarados también mueven el índice haciendo un clic y por resumen escriben un ok, o dan un like. Pero no me hagan mucho caso, a lo mejor lo mío es puro resentimiento por apenas contar con dos manos de lectores, ustedes perdonen.

El dramaturgo Ignacio García May les dice a sus alumnos, año tras año, que el muro que separa lo público de lo privado está completamente derruido. Estás siendo espiado hasta cuando absorbes con la cuchara sopa de ajo. Comentábamos en clase, sin embargo, la forma en la que el poder económico y político se mantienen en secreto, mientras el resto enseñamos sin pudor hasta lo más íntimo que antes guardábamos bajo siete llaves. La misión sería darle la vuelta a esta situación, concluíamos en consenso: hay que provocar que la política y las empresas sean lo más transparente posible, y que las personas nos cuidemos mucho de que no haya nadie que nos vigile, ni que se lo pongamos como tontos tan en bandeja.

La pena es que ciertos comportamientos están empezando a estar muy arraigados, consolidándose como costumbre. Ojalá que la única desnudez que existiese fuese la artística y la erótica, le respondería a Noah. Necesitamos, como el agua, un letrista para una canción que nos recuerde que una de las mil definiciones del amor, es aquella que solo dos saben: su secreto. Una canción de amor social que dijera en el estribillo que no somos monos de feria, somos personas. No la grosería de lo evidente, sino baúles escondidos con lo más sagrado de nosotros mismos.


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