Trostabunaca
Las palabras, madre mía las palabras. Con apenas un centímetro de eslora nos embarcan hasta historias inauditas. Las separo una a una y me las pongo en la palma de la mano. Me miran, las miro. Me muerden como un gato pequeño y yo las acaricio. Me gustan incluso hasta cuando no tienen significado -trostabunaca, tabarlerona, maresciel-, pero aun así por su sonido te llevan a algún paraje lejano, distinto al suelo que ahora estás pisando. Otro lugar para sentir más que ahora: el fin de semana marcado desde hace tiempo con sus billetes de tren correspondientes. Nos asomamos al futuro, vamos palpando a ciegas, tirando una piedra y luego otra a la oscuridad para ver si no caen al vacío. La palabra es esa linterna en la negrura total del universo si tenemos miedo o nos sentimos solos.También es la paz de un submarino cuando nos volvemos locos de los nervios y quisiéramos que se acabase la humanidad.
Un solo centímetro de eslora, sí. Aunque juntas deslumbran, apasionan, reviven, provocan que te apetezca navegar, escalar, nadar y follar de verdad. Las palabras -estas señoras tan finas aunque se pongan sucias- nos recuerdan que nos cubre una pátina superficial de una realidad siniestra. Por eso nos invitan a desprendernos de todo lo que nos hace agachar la cabeza. Quieren que nos sumerjamos en nuestra propia vida novelada. Cada mes como un buen capítulo, dedicado a los lectores de nuestra cabeza. Así puedes llegar a ser un best seller imaginario y firmar libros en un parque aunque te tomen por loco; concediéndote entrevistas cuando haces la compra, respondiendo a esa pregunta soñada que nos formula nuestro periodista ideal en un ambiente íntimo -luz y música bajas- y tras los ventanales la ciudad parpadeante de noche y el mar al fondo: Barcelona sobrevolada desde El Guinardó.
Hay palabras con tanta fuerza que las sientes como un sopapo: esa frase de alguien a quien amas que recordarás por el daño que te hizo. O el alago que te hace seguir intentándolo, creer con todas tus fuerzas. Con ellas podemos declarar una guerra o que esta noche durmamos acompañados. Unirnos para siempre o que te lancen un adiós con un arco que con cada letra te desangre: a, d, i, o, s. Y con una tilde que es un hachazo en tu espalda.
Aunque lo mejor de todo es cuando la palabra queda escrita. El rostro se nos ajará en pocos años, pero ellas permanecerán aquí más vivas que una foto. Recordándonos lo que fuimos, lo que somos, las aventuras que nos atrevimos a vivir, las personas que viajaron a nuestro lado. La palabra lo es todo y sin ella se está en la nada, no hay comunicación posible. Pero ella así tal cual no basta, hace falta que no esté enferma y no se ahogue aunque siempre sea la primera en alertarnos. A veces la vilipendian, la sueltan sin conciencia, sin amor ni reposo. Lo bueno es que revive cada vez que empiezas una novela, o cuando te marcas una buena columna.