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Las ciudades modernas y sus escritores


Es así, siempre ha sido así. Dime tú otra forma. Si eres escritor y quieres tener lectores, sal a difundir tu obra a la calle, dejándote los cuernos por tus escritos, defendiéndolos como un padre, aunque yo particularmente siempre me he sentido hijo de mis palabras. En ellas reposa mi voz madura y en todo lo demás gobierna el niñato impertinente.

Salvo que seas un escritor reconocido, necesitas divulgarte por los parques, puertos, estaciones y avenidas, prestando oído, dejando que la pescadera y el quiosquero te acribillen con sus críticas. Son ellos tus lectores: los que se pueden parar contigo diez minutos, veinte, una hora o la vida, para indicarte el camino con su sabiduría y experiencia; con su literatura, aunque lleven siglos sin leer un libro. De los cientos de personas con las que hables, de todas aprenderás algo, incluso de las que te expulsan de sus comercios con una escoba como si fueses una cucaracha. Adivinarás las causas de su amargura e impotencia, sospecharás que ya están perdidos en sus cómodas rutinas por abandonar el arte de saber soñar. Pero los idiotas son muy pocos, en serio. Hay una inmensa mayoría que escucha. La ciudad es una oreja mágica y gigante que te dará tanto como tú le des y susurres. De cada diez personas con las que hablo, ocho son maravillosas, por eso que no te jodan los amargados, los celosos de su grupo de amigos, de su pareja o familia, pues todo es mucho más amplio, menos conservador si te atreves a romper esos círculos primeros que nos aprisionan y te expandes, compartes, te involucras en una ciudad diferente, piel con piel, combatiendo contra todo lo que no sea una muestra de la generosidad de la humanidad y la vida.

Vamos siempre a nuestra bola. Fingiendo de reojo, apresurados, adictos, cenicientos, cretinos, pero en cuanto alguien se sale de la formación ocurre lo maravilloso y el resto se contagia, se subleva. No hay que esperar a una manifestación para unirse y sentir el calor del prójimo. Se puede hacer a diario, es más revolucionario y no un lavadero de conciencia por mucho que gritemos. Las marchas, las mareas, tienen que ser nuestro pan de cada día, portando nuestra propia bandera de escritor, de músico, de lo que sea. Así las ciudades del siglo XXI serán una bonita locura. Os dejo, voy a salir a la lluvia.


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