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Ostentación Celeste


Alonso acababa de cumplir los treinta y ya sabía que era un caso paranormal, un tipo extraño y con mucha suerte, ya que no podía explicarse cómo había llegado hasta ahí solo a base de paisajes, ideales y palabras; cómo el mundo, pese a la pesadilla pragmática, deja respirar a los soñadores. No se consideraba un mero lector, sino alguien incapaz de separar los libros de la vida; una buena novela le trastocaba el ánimo, le provocaba un vuelo; esa convicción que le preparaba para alcanzar cualquier sueño. Algo tan importante como lanzarse a dar el primer beso.

Alonso, quizás como muchos que llevan su nombre, pensó numerosas veces que se llamaba igual que Don Quijote. Lo recordaba frecuentemente, y al igual que con los libros, sabía que lo que le unía al caballero iba más allá de haber sido otro lector más de Cervantes, uno de los millones que le han cobijado en su cabeza. Alonso era sencillo, pero no uno más. Intuía que compartía un secreto con su tocayo. ¿Estaban igual de locos? ¿Importaba la apariencia si compartían una esencia?

El pasado fin de semana, nuestro protagonista aceptó con gusto la invitación de su amigo Nicolás para ir a darse el primer baño de la temporada a las lagunas de Villafranca de los Caballeros, pueblo castellano a tan solo veinte kilómetros de la amante de los trenes, Alcázar de San Juan. Imponiendo su leyenda, no mucho más lejos, vive Toledo. Su órbita de influencia no entiende de provincias, ni de comunidades. Toledo es Toledo, pensaba Alonso mirando la amarilla estampa del campo tras la ventanilla, mientras Nicolás conducía. Nico, como le llamaban sus amigos, era un tipo práctico, tranquilo, campechano. Le gustaba escuchar e ir al grano, como cuando se escribe una frase sencilla. Nico y Alonso son tan amigos que cualquiera de los dos pondría el pecho para salvar al otro, se jugarían la cabeza, gallardos, entre las piernas de un animal salvaje.

Dejaron el cielo tóxico de Madrid en el retrovisor, enfilaron camino, madrugadores de sábado, con la cara recién lavada, atentos a lo sonoro. Por fin Alonso se escapaba tras largos meses sin salir de la ciudad. Debería estar prohibido, se iba diciendo, permanecer en una ilusión impura, en la repetición del mismo escenario, en la réplica aburrida de algún dramaturgo malo. –Ya está bien, ¿cuántos caballos tiene este coche? ¡Cabalga! ¡Nos espera nuestro jardín a orillas de la laguna! Tenemos la ostentación celeste del cielo de nuestra parte, con sus colores chorreando al anochecer, ¿no será todo obra de un pintor endemoniado? ¿Qué piensas, Nicolás? Dime algo.

Alonso se quedó dormido, así transcurrió un buen rato. Nicolás disfrutaba de la mañana, de la plácida soledad del asfalto. Miró un momento cómo roncaba su amigo, y justo entonces llegó el frenazo. Después del susto, tras los cristales, dos ojos verdes acechaban al coche. Seguir vivos era grato, irreal, inexplicable. Por un segundo no chocaron: seguían en la pista de la vida. Estaban parados frente a los ojazos verdes de un gato negro, excesivamente grande. – ¿No será una pantera, Nicolás? – No Alonso, es un maldito gato negro. Sigamos.

Durante más de ochenta kilómetros permanecieron callados. Después Nicolás puso la radio, pero los dos coincidieron en que la magia se da de madrugada, cuando las voces de los locutores son envueltas por el misterio de las estrellas, un eco especial en cada alcoba mar adentro.

Alonso, desde que se despertó, estaba pasando por muchas estaciones mentales. Al salir de Madrid sintió rabia por la contaminación dibujada en gris, en el gris más triste que existe. Ahora, después de que se les cruzara aquella pantera, le habían entrado unas ganas de llorar terribles que le hacían sentirse como un chiquillo, aunque sea la sal la que curte al hombre. Tuvo que ponerse las gafas de sol para que Nico no se diese cuenta de su llanto, pero aún así las lágrimas resbalaban, como siempre resbalan por las mejillas, y se las bebía por llevarse algo a la boca. Mi amigo, pensaba Nico, es todo un espectáculo. Como cuando las personas parecen personas, seres novelados, personajes salidos de los bosques. Para Alonso, que se les cruzara la pantera significaba muchas cosas: la esperanza de la naturaleza frente a la barbarie mecanizada, la luz que hay que seguir para salirse de los caminos malvados, un movimiento espiritual que defendiese a la Madre Tierra... Se sentía vivo y por primera vez una idea extravagante, que se agitaba como la marea, recorrió su mente. Él no compartía un secreto con Alonso Quijano, él era el mismísimo Don Quijote de la Mancha. Es natural que después de tanto tiempo en el imaginario colectivo, el Dios de la literatura se hubiese hecho hombre. Y ese hombre era él: Alonso, natural de Cáceres, copiloto que en ese mismo instante circulaba por Castilla, tierra santa. Al razonar todo esto, se le hinchaba cada vez más el corazón, sintiéndose un mesías.

Todo ascendía hacia el cielo, hasta que les detuvo el mayor trueno de todos lo tiempos. A pocos kilómetros de llegar a Villafranca, Don Quijote divisó un parque de molinos eólicos, erizos en la espuma en medio de la Península. Nico obedeció las imperativas vehementes del hidalgo: se desviaron, arremetieron contra la verja abriéndola con un estruendo que nadie más oyó, y se pararon a los pies de un molino. Don Quijote comenzó a abrazar a cada gigante blanco mientras Nico se liaba un cigarro sentado en el capó. Tardó una hora en volver, y le dijo a Sancho que abandonaran el coche, que llegarían a la morada caminando.

Con el sol cayendo ya se estaban bañando en las aguas de la laguna, a veces malvas, a veces rosas. Sancho, siempre fiel escudero, prestaba oídos a todo cuanto decía Don Quijote: – Los tiempos han cambiado, los gigantes no son ya los molinos, Sancho, sino los coches y aquellos que los dominan, dejando una herencia perniciosa para las generaciones futuras y los seres presentes.


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