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Nocturno de Chile


Anoche terminé Nocturno de Chile. Lo he leído dos veces seguidas. La primera lectura no me entusiasmó tanto como la segunda, quizás porque la empecé ansioso por conocer a Bolaño, apresurado, de pie, andando, soportando el ruido de los coches de la Meridiana y la falta de asiento, en hora punta, del suburbano. Pero incluso así, pese a la rapidez del coito urbano, algo me zarandeó al finalizar sus páginas, un veneno que me incitó a volver, un delirio contenido, encauzado por quien para mí ha sido un descubrimiento en toda regla. Y es que la literatura chilena nunca falla.

Muchos de los autores por los que siento una profunda admiración, consiguieron mi selección como favoritos después de una segunda lectura, si no seguida, sí al cabo de dos o tres estaciones. Me pasó con Residencia en la tierra, La muerte de Danton, Las personas del verbo y con alguna obra más.

Nocturno me ha devuelto el ánimo, me ha rescatado de la corriente, de lo corriente. Es de esos libros que te ponen otra vez en vereda: el viaje del lector al que podrán estar despistando, pero nunca se abandona; esos lectores que somos tan osados y tenemos tanta fuerza de convicción, que nos ponemos a escribir como si no hubiera mañana con los ojos cerrados. Disimulando cuando le hacemos el juego a ese otro mundo descarriado, donde no manda la belleza sino siempre lo soez.

Agárrate con fuerza en donde puedas si vas a leer Nocturno de Chile. Diviértete con la memoria delirante de Sebastián Urrutia Lacroix, sacerdote del Opus que te sorprenderá. Sin capítulos. Casi ciento cincuenta páginas ininterrumpidas como exigen los fantásticos cuadros esquizofrénicos sobre el papel. Todo ello bajo el control de un escritor que no se desborda. Cada salto de historia en historia va esclareciendo la armonía de la demencia. Se necesita probar las noches de fiebres turbulentas para saber a qué atenerse el resto de nuestros días.


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