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Tren a Padura


Era lógico pensar que no aguantaría. Así que le voy a hacer el favor para que se largue lejos con sus paranoias y me deje solo en las disputas, pues soy mucho más rápido y tengo muchos menos remordimientos. Soy capaz de matar literalmente si juegan con mi paciencia o si alguien se pasa de listo. Durante el tiempo en el que Juanse Chacón esté en su retiro seré yo quien siga jugando al despiste con La Muerte, haciéndole el trabajo sucio de leer la prensa estando al tanto de lo que pasa, siendo un idiota más predispuesto a tragar, aunque lo que más me apetezca sea seguir con lo mío: asistir al teatro y a conciertos, leer a los mejores dramaturgos, follar y besar mucho, comer y beber bien, jugar al tenis, nadar, robar obras de arte para después pedir un rescate y devolverlas una vez deleitadas en mi galería clandestina. Puedes pensar que por escribir una columna no se altera la costumbre, pero todo lo que uno firma cuando se pone en primera línea trastoca bastante las cosas, incluso si los lectores son imaginarios. Lo cómodo, lo que termina siendo artificial, es no implicarse, o implicarse justo lo suficiente para creer que se tiene la conciencia tranquila, aunque en el fondo sepamos lo miserable que somos. A veces no basta con hablar y hay que mojarse escribiendo. No basta con escribir una columna por semana y hay que retirarse sin que nadie te vea y armarse de lecturas y tachones al papel.

Juanse y yo no somos iguales aunque compartimos destino. Él se sumerge en el ser y a mí lo que me pone es la acción. Es directo en la denuncia pero su rabia no va más allá de las palabras. Bohemia es todo lo que toca y no entiende los conceptos prácticos elementales. Coordina mal el tiempo, el espacio y el dinero. A mí, sin embargo, me encanta el efecto de acumular y detesto el derroche por el derroche aunque me pegue mis fiestas. Siempre guardo una parte después de mis golpes y pretendo hacerme rico con las historias en las que creo. Él se lamenta, se enreda, se cuenta de menos y se hastía pronto con lo que hace. Yo avanzo como un tanque y no me canso nunca de mi destreza. Puedo hablar largo y tendido de mis cometidos y seduzco más con la lengua que con los silencios. Aunque bien pensado tiene razón Chaconetti: si todos supiéramos aburrirnos rápidos de nosotros mismos no caeríamos tanto en la repetición, ni provocaríamos los bostezos del resto. Y en esas estamos: en exponernos con imaginación, convirtiendo cualquier instante en una existencia punzante con la que cortarnos y admirar nuestra herida. Quien más se desangre sin palmarla, vence.

El traqueteo del Talgo desde el que escribo me va dejando dormido poco a poco. Trece horas para cruzarse España no es un martirio, es toda una experiencia, un ejercicio patrio de paisajes. La humanidad de los cuatro asientos compartidos, unos pies de lectora, las rojas uñas, la felicidad de la infancia correteando por los vagones, los raíles de la memoria, rostros de viejos agrietados por la belleza del barro, la cafetería como de película antigua, el tempo de los que no llevamos prisa pero solo improvisamos en el movimiento, me sumergen en un placer fabuloso como cuando alcanzo la paz de descansar en la oscuridad total de mi habitación con los leves sonidos de los electrodomésticos de fondo. Ahora que me mece el verano y hasta me paro en seco en los pasillos para pensar lo feliz que soy, le guiño el ojo a mis grandes amigos con los que comparto proyectos. Habrá que devolverle a la vida todo lo que nos está dando. Inventemos una nueva asignatura que nos enseñe a disfrutar. Hagamos de lo inexplicable del vivir algo que merezca la pena. Hacer lo de siempre no vale. ¿Qué podría regalarme hoy? Pues empezar a leer El hombre que amaba a los perros, de Leonardo Padura. Sean felices. Felices sin dos de azúcar.


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