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Lobitos de Wall street


Ahora lo tengo todo: un escritorio, un colchón, una pequeña almohada a la que me abrazo y una despensa con tres o cuatro paquetes de algo. También tengo el mar consejero, Barcelona que me hace hombre, miradas que se cruzan y en un segundo se saben cómplices, saben que podrían unirse, que igual en otra parte caminarían juntas de la mano. Pero ella va en un grupo de amigas recién cenadas y a por las copas, y a mí me espera esta lluvia íntima.

Lo tengo todo, cierto. Le he dicho que no a esos yuppies porque no quiero ser como ellos. He dicho no a un juego de engaños, a la estafa, a enriquecerse a costa de otros. No quiero estatus si no me lo da la palabra. Podría en menos de un mes haber tenido esos gestos, esas charlas banales de lobitos de Wall street creyéndose importantes, sin escrúpulos, importándoles un pimiento si detrás de lo que hacen se está jodiendo el aire, el mar o la tierra. No les odio, me compadezco. En el último momento no firmé ese contrato.

Te cuento esto para que me entiendas. No necesito mucho más; no me importaría conducir el día de mañana un Porsche negro, pero igual de feliz voy en bicicleta y con chanclas. Estoy del lado de la calle, soy un zorro callejero. Me siento muy cerca de los chatarreros. Llevo siempre un carro imaginario que lo lleno en mis paseos, donde cabe un sol y se pone de pie una niña fantasma venida de no sé cuál sueño.

No pretendo nada, solo escribo. Espero que llegue el momento como un espía agazapado. Parece que en tiempos de crisis económica hubiera que tragarse todos los sapos de la ruina. Pero la ruina ya estaba aquí antes, en su supuesta bonanza. Nada más salir del mar, en la primera línea, ya se veía hasta la campanilla de esos lobos feroces preparándose para morder.


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