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A mis cuarenta y diez


Leer la propia caligrafía es más profundo que mirarse al espejo. Remonta a los primeros versos de adolescente cantados al amor. Percibes las pulsiones de los momentos cruciales que se escribieron a puño y letra. Mis más de doscientos poemas los he escrito a papel. Las columnas, como no las siento tan sagradas, la mayoría de las veces las escribo directamente al ordenador, aunque ya me estoy acostumbrando a la tecla, a su sonido golpeando en la noche.

Quien os escribe es un búho que acecha entre las ramas, tras acabarse una botella de vino y La peste de Albert Camus. Para no irme de madre, sin dejar que los dardos reboten en la pared, os digo que ya tengo escrito a mano un testamento, pues nunca se sabe si algún radical de la CUP te puede dar un botellazo por la espalda. Por esto y por otras razones, siguiendo consejo de notario pese a mi insultante juventud, he hecho un testamento ológrafo que duerme en mi maletín. Informaré a mis herederos para que sepan qué hacer en caso de puntos suspensivos. Aclaro que el testamento ológrafo tiene toda la validez que da una firma si es verdadera. Aparte, claro está, hay que escribirlo para que se entienda: sin tachones y con las palabras enteras.

A la muerte es mejor mirarla de cerca y no tener tanto miedo. Da vértigo pensar en ella, pero no hacerlo es una locura. Es extraño cómo nos escabullimos del más allá. Esa intensidad que sentimos en lo trágico, la tendríamos que llevar a la alegría. Sin esperar a los últimos suspiros, es recomendable dejar por escrito lo que uno quiere que se haga, si se marcha por sorpresa de la Tierra.

Aparte de donar los órganos a la ciencia, pongo bien claro quiénes se harían cargo de mis poemas y todas las indicaciones para su publicación.Y mi humilde patrimonio no es mucho, pero se lo pueden fundir en un viaje y unas buenas cenas.

Ahora brindemos por las sonrisas, escuchando A mis cuarenta y diez de Joaquín Sabina.


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