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La familia


Otro. A palo seco, por favor. No estoy esperando a nadie, señorita. He venido a pensar. A recordar a un gran amigo. Cómo te llamas. Bonito nombre. Soy de Madrid, pero ahora vivo en Barcelona y me encanta este sitio con un toque gallego en Santa Pola. Vengo desde pequeño. Pero octubre es otra cosa, es como el mes de la dulzura, ¿no crees? No sé explicarme, hay algo en los colores, como una caricia que te aproxima a un amor desconocido, a un rincón en el invierno. Mi amigo es de Madrid. Sí. Vive en Madrid y es socio del Real Madrid desde que nació. Le hicieron del Madrid antes de bautizarlo. Hace setenta años. Ya. En realidad es amigo de mi padre. Lo quiero como se quiere a un tío.

¿Me pones otro, Marta? Alfredo se llama. Ha venido varias veces a Santa Pola. En Madrid compartimos barra y hora del aperitivo durante años. Somos del Parque de Berlín, a diez minutos del Bernabéu. A nuestras casas llegan los goles, las ochenta mil voces traspasando las ventanas. No. Yo soy del Atleti. Fui al Calderón durante más de quince años. Después mi padre dijo, "si quieres abono te lo pagas", y me retiré después del ascenso a primera. Ahora estamos fuertes, pero hemos sufrido mucho, Marta. Del Frente Atleti.

En casa de Alfredo y Beti, padres de Sergio, mi amigo, me sentí protegido las veces que por placer o urgencia tenía que dormir con ellos. Disfruté de la libertad en su hogar, de poder hacer lo que quisiera: levantarme de madrugada y escribir, explayar mis sentimientos, mis lágrimas de incomprensión, la alegría. No es tan fácil encontrar casas en las que te puedas desenvolver a tu antojo, ¿no crees? Recuerdo a Alfredo leyendo tranquilo en su sitio. De vez en cuando emitía alguna sentencia, pero nunca acaparaba las charlas. Una vez nos cabreamos y me llamó Antoñita la Fantástica. Siempre fui buen chico, pero cuando me emborrachaba de política resultaba impertinente. Era también un antimadridista irrespetuoso. Más de una vez se aguantaría las ganas de darme una torta.

Pasa muchas veces. Nos alejamos en el tiempo y en el espacio. Es el alzheimer de los días. Vamos quemando el pasado sin darnos cuenta. Yo lucho contra ello. Me encanta sentir nostalgia y estar vivo. Si nos adentráramos en momentos de hace tiempo nos emocionaríamos. Una velada. Una sorpresa. Un abrazo fuerte y sentido. Aquellas risas por el suelo. Las personas del delirio cotidiano. Lo malo es cuando acallamos el brote nostálgico. Me acuerdo mucho de él, de su séptimo derecha, de la cafetería Jokin, de la algarabía a la hora de la comida mientras sonaban los cubiertos, las propinas y el crujido de los periódicos. Soy fruto de esos días. De tantas horas al calor de una barra conversando, haciendo barrio.

Tendría que haberlo hecho antes. No enterarme por terceros. Pero lo dejé pasar y así no puede ser. Ahora toca resistir, consolarse, esperar a verlo todo de otra forma. Sí. Marta. Tranquila. Atiende... Me encantaría tenerlo aquí, acodado, subido al taburete. Mirándome por encima de las gafas. Su ironía punzante argumentando. Darle las gracias por ser abrigo, por padrazo. En fin. Tengo fe. Me estará escuchando y querrá vernos fuerte. La familia, Marta, la familia.

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