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Agnieszka y el romántico salvaje


Foto de Alaín Llorente

Agnieszka lleva ya quince años en Cataluña. Acariciando los veinte tuvo que cambiar de vida de forma drástica, después de una etapa negra que siempre sortea al hablar y de la que yo nunca pregunto. Ya llegará el día que se suelte. Se emociona al hablar de Polonia mientras tomamos unas cervezas Tyskie de su país y enfrente tenemos la Sagrada Familia. En la plaça de Gaudí ya solo hay un grupo de chinos que hacen fotos como si mañana se acabara el mundo; los demás, contemplamos el templo reflejado en el estanque. No queremos salir de la postal mágica. Nos sentimos en el centro de algo muy especial. Ella habla y yo escucho. A nuestra derecha, un poeta escribe en otro banco; disimulando he matado mi curiosidad alegrándome al ver la forma de unos versos en su cuaderno. El poeta bebe cerveza con un casco puesto y la otra oreja al aire. Es raro. No me imagino escribiendo si no es con la musicalidad del silencio o con la música al azar de alguna cafetería. Un poco más lejos, dos chicas descorchan un vino en la levedad de la noche, donde todo movimiento o gesto se me hace que brilla. Brillan los ojos verdes de Agnieszka con la iluminación acorde del lago. Ojalá esta sensación no se vaya nunca, o, al menos, se repita ganando a los momentos insulsos que no valen la pena. Ahora todo es preámbulo contenido y la seguridad que da una mujer. Escenario perfecto para el romántico salvaje.

En los quince años que lleva en España siempre ha estado detrás de una barra. Desde hace poco se encarga de una terraza al lado de la plaça de Sant Jaume, a la que Colau va a comer de vez en cuando. Sueña con montar su restaurante antes de hacerse vieja para el oficio. Ahorra y trabaja, trabaja y ahorra, esa es su vida después de terminar una relación larga con un polaco. Con soledad se distribuye mejor, en pareja derrochaba. Aunque sola no vive. Tiene un labrador, Pimpek se llama. Es un encanto. Los conocí a los dos en la playa de los perros una noche de este verano. Paseaba a mi perro interior y cayendo el día me tumbé a la orilla. Allí saltaban Pimpek y Agnieszka en la espuma. Ella disfrutando de su único día libre. Él deseando no llegar a casa nunca. Esa noche también bebimos y hablamos, nos bañamos una y otra vez. Desde entonces somos amigos, con la ilusión de una ciudad por delante.

Agnieszka me ha traído a la memoria a Witek, un polaco que conocí en aquellos miércoles de recitales en el Bukowski Club. Era el 2008 si mal no recuerdo. Witek trabajaba en la obra, escribía poemas a rotulador en los ladrillos y los leía en un borracho perfecto. Pensaba que si escribía tan bien en castellano sería increíble en polaco. También me di mis paseos con él, nuestras cervezas por el Retiro y el Dos de Mayo. Se veía que era buena persona aparte del talento. Es de esos tipos que me encantaría encontrarme en la solapa de un libro y saber que está cumpliendo su sueño, joder. Nuestro sueño de venir al mundo y pasarlo todo a las palabras. De tenerlo siempre tan claro aunque todo sea una locura. Una pelea como diría Chinaski en la que la mayoría acabamos mal y pocos saborean el reconocimiento. Pero una pelea por la que merece la pena seguir respirando, rompiendo morros babosos con los nudillos gruesos del verbo.

Agnieszka al escuchar mis historias con Witek me habla de la situación de muchos polacos por Europa. Ya van varias muertes en Londres y ella tiene miedo de visitar a una amiga. Aquí junto a la Sagrada Familia parece como si todo fuese un cuento… pero la xenofobia no es un juego. Hay que estar atentos a todos sus disfraces y discursos. Polonia está en el espacio Schengen y ella nunca ha tenido problemas en España. Ni burocráticos, ni con la gente. Me dice que Barcelona es bonita gracias a las personas que venimos de otros lugares. Lo mismo pasa en mi ciudad, Agnieszka. Madrileño, ya lo escribí en La muerte, es quien pasea por Madrid. Aunque no se haya leído a Mariano José, ni los sainetes de Ramón de la Cruz.

Pimpek nos espera en Sant Adrià de Besòs y nos tenemos que ir despidiendo del templo. Siempre me salta encima porque le recuerdo a la playa. O es que caigo bien a los perros. De camino a su casa voy a ver si consigo que Agnieszka quiera volver a escribir. No he dicho lo más importante: huyó de Polonia con la carrera de periodismo empezada y con un montón de relatos que más tarde perdió. Aquí nunca ha escrito. Dice que su vida cogió otros caminos y que ya es muy difícil compaginar la escritura y la hostelería. Se contenta con leer un poco y ver buen cine. Pero si Witek escribía en ladrillos, por qué no va a poder ella en su libreta de camarera. Poco a Poco. Un relato al mes, ¿no crees, Agnieszka?


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