Sira y el triángulo perfecto
Dice Sira que Barcelona huele a gamba y a porro, a especias por las calles húmedas y estrechas del Born, y al cuero de su pequeña riñonera donde le cabe todo si va en plan de ataque. Me encanta la levedad de su sencillez -ella lo sabe-, su vanidad cero y la intensidad con la que siente todo. No conocía la ciudad y para mí ha sido un auténtico placer enseñársela, ver sus ojos agrandarse, saber que sirve de algo haber andado más de cuatro horas diarias durante tanto tiempo y ser guía de unos coreanos franciscanos que se fueron encantados. No planeamos ni forzamos nada y todo resultó armonioso, una aventura urbana que me ha ayudado a escapar de ciertos automatismos adquiridos en estos once meses que llevo en Cataluña. Ella me ha devuelto mi alma viajera que siempre me abre las puertas a conocer personas y a vivir historias en escenarios distintos. Las ciudades las hacen los que llegan, los que aportan una visión nueva y no paran de asombrarse. Mantener la mirada viva, una costumbre que no nos sepulte y un trabajo que nos realice, es un cometido difícil pero no imposible. Ayer, atardeciendo, un chaval paraguayo, peluquero a domicilio, que conocí en la manta de libros de Luis, nada más salir del metro Fontana, decía que instalarse en Barna no le ha sido complicado. Recorrió media América y ahora se la está jugando sin papeles. Ilusión e intrepidez no le faltan. Piensa que se puede vivir con poco, sin ambicionar grandezas, no más que un partido con los amigos y una cervezas, leer relatos de Quiroga en los desplazamientos entre corte y corte… de vez en cuando sentir el calor de otro cuerpo, che.
Este puente de los muertos de noviembre va a quedar grabado en mi memoria gracias a Sira. Se cierra un círculo que nos unirá para siempre. Volvimos a reencontrarnos con una parte de nosotros que cada cierto tiempo habrá que reavivar. Sentí toda la ciudad como mi casa, porque estaba ella. Ha dejado el impulso necesario que necesita este romántico que os escribe, que se alimenta de lo diferente, de la sorpresa. Sabemos que la estación de Atocha y la de Sants están cada vez más cerca, cada vez se tarda menos en pasar de Lavapiés al Gòtic, del Raval a Malasaña, de la Barceloneta a Tirso de Molina… A veces sueño que voy caminado y al cruzar un semáforo ya estoy en Madrid. Es el símbolo de la hermandad que anhelo entre mis dos ciudades: la capital donde está mi vida, familia y amigos, y Barcelona, donde mis padres hicieron el amor una noche de verano del 85, la culpable de que esté escribiendo ahora en esta biblioteca de Gràcia.
Tengo que seguir la cadena que ha empezado Sira. Al igual que ella ha venido a verme después de dos años, ahora seré yo quien vaya a encontrase con un viejo amigo. Sé que Monsiffe me espera en Lanzarote para retomar nuestros días de rap por Alicante, cuando me enseñó una nueva forma de protestar y de vivir. El rap le sirvió como escudo frente a creencias que le parecían absurdas. Se reía del Ramadán y movía las manos escuchando Ballantines de Doble V. Creo que no retomó los estudios de Obras Públicas y que sale con una danesa. Comíamos jamón del bueno de Extremadura y teníamos pensado casarnos, formar una familia en la que cada cual tendría relaciones sexuales con chicas, pero en casa solo estaríamos él y yo. Y todo el arte que cupiese. Todavía guardo el dibujo que firmó como la casa de nuestros sueños.
Durante años hablé de Monsiffe a Sira. Entre ellos no se conocen, pero hubiésemos formado un triángulo perfecto. A ella le hubiera gustado la forma de ver el mundo y la poesía que emanaba de él, aunque no escribiera un solo verso. Era un poema andante, alguien con estrella que nunca pasaba inadvertido. De Sira le habría llamado la atención su preciosa sonrisa con un diente roto, su trabajo con la exclusión, con la gente que venimos jodidos de fábrica. Si no fuera por ciertos ángeles como ella, estaríamos más que perdidos. En una sociedad donde la vanidad se esconde hasta en los discursos más buenistas, Sira te tira un vaso de agua en la cara para que despiertes. Pasa de redes, de bolsos, de tacones. Te frena el delirio y te sienta a su lado para que actúes de una vez por todas. En la época más narcisista de todos los tiempos, necesitamos muchas personas como ella. Tan para sí, sin circos. Sin espectáculos de más. Sin una exposición horripilante. Está empezando a conocerse con un hombre de campo que se encarga de las fincas de su familia. Según me dijo es algo mayor que ella, tiene 36 años, la carrera de Derecho y le gusta la vida contemplativa en la montaña. A lo mejor también formaría un triángulo perfecto con la nueva pareja de mi ex, pero eso sería rizar el rizo demasiado.