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Charlas antipánico

  • Juanse Chacón
  • 18 nov 2016
  • 4 Min. de lectura

Imagen Wix

Tiempo atrás sufrí ataques de pánico, que me agarrotaron el pecho y me hicieron pensar que la realidad era artificial y vivíamos dentro de un cable, yendo a toda hostia sin ningún sentido, dispuestos a estrellarnos. Me sentía lejos de todo, vacío de significados, aunque también es cierto que resistí en mi parcela última del pensamiento, en un planeta donde era el rey y solo dejaba entrar a quien me traía oro para el alma. Creía que algo fallaba en la existencia, en la creación. Todo parecía de mentira, una desconexión, un grito en medio de un pasillo eterno de telarañas viscosas.

Ahora analizo esos días pasados con la distancia precisa y siento lo contrario: vivir es fantástico, quisiera poder abarcar toda la libertad disponible, toda la naturaleza y las miles de vidas en las que adentrarse. Cada persona con la que entablo una conversación me parece cercana; hay en ello una familiaridad misteriosa, una predisposición a dejarse llevar sin tener miedos, a abrir los ojos esperando la sorpresa que rompa el juicio endiablado.Si paras un instante la mecánica virtual, el mundo te invita a que te desprendas del armazón político que nos impide disfrutar de lo alucinante del ser humano, de la cercanía que nos cura cualquier mal. Una vez hermanados, sin divisiones, celebro la existencia, paladeo cada palabra que me dan y devuelvo, hago el amor con la mirada, las orejas, la nariz y los dedos de los pies. Un amor limpio, un amor amante que me sienta mejor que cualquier revolcón sucio. Es como ponerse velas alrededor y hacerlo sobre una alfombra bien gorda y grande, el cuerpo y la mente lo agradecen, la costumbre se desbarata para dar paso al arte de escuchar, de dejar que sea el otro el que cuente, el que gima sus preocupaciones:

Unos ojos grandes y negros me invitaron a la trastienda de la trastienda de la trastienda. Al fondo, tras un huracán dormido de vestidos, pantalones, camisetas, abrigos, microondas, carros, muñecos, parasoles, juguetes, bastones y televisores, todo usado, estaba la peluquería de Mustafá, quien me cobró el pelado a seis euros. Más que un corte fue una clase magistral de cómo respira el barrio del Raval, de aquello que esconden las aceras: una bomba que está a punto de estallar, o que estalla constantemente aunque no queramos verlo. El Raval nos mola para hacernos los bohemios y tomarnos un té en su rambla, para admirar el arte callejero y las teterías, pero si te metes un poco más adentro, verás a alguna señorita pincharse las venas como si se pintara las uñas, o el relucir de una navaja que amenaza que ya se ha llevado a muchos por delante. Mustafá me explicó que en el Raval, los marroquíes, paquistaníes y latinos se ayudan entre ellos, pero que los senegaleses como él, deambulan desarraigados, con el corazón lejos y las manos haciendo lo que pueden. Habla el español genial, con los giros y expresiones que se aprenden en los bares. En Senegal tenía una peluquería. La vendió y aterrizó en Barcelona. Ahora quiere irse a la montaña, a la tranquilidad que le recuerde a su patria. Aprovechando la llegada de la dueña de la tienda, una negra zumbona testigo de Jehová, empezamos a hablar de las religiones, de Dios y de todo lo que uno se pueda imaginar. Discutieron bastante entre los dos, mientras él seguía cortándome el pelo, el pelado más largo de la historia, pues entré de noche y salí a la noche siguiente. La testigo era bastante fanática; más tarde apareció la hija: una adolescente muy tonta que no apartaba la mirada del móvil y lloriqueaba por no sé qué leches diciendo gilipolleces. Muy lejos de esos otros adolescentes alados que se orillan y leen al sol, o que patinan con la gorra al revés, haciéndose polvo las rodillas. Marché de madrugada. Contento al saber un poco más del barrio. Mustafá no soporta a la testigo, ni ningún radicalismo. Su mejor amigo es cristiano y él profesa un Islam moderado. Espero que para otra vez, la peluquería clandestina siga viva. Hace tiempo que no tenía peluquero y me apetece ser fiel.

Y así vamos. Agrandando las orejas para volar con ellas como Dumbo. De un barrio a otro. Sabiendo que el problema está en mí; soy yo la insignificancia si no me doy cuenta de la grandeza del Universo, de quién me llama más allá de la ciudad, insinuándome experiencias que mi mente lleva tiempo pidiendo. Al menos, soy consciente de la prisión, de las ataduras de los tiempos modernos. Solo estoy cogiendo aire, pensativo, como el jugador en el túnel antes de salir a la cancha; atento, como un vigilante nocturno guardando lo más preciado. Solo hay que escuchar y sentir. Son personas y escenas que pueblan mis páginas, como la china que me contó sus problemas días después de mi corte de pelo:

Me dijo que su marido, la noche anterior, tiró un plato contra la pared. Recordé el poema de Bukowski donde los jarrones caen rotos al compás de una discusión. ¿Por qué se abrió tanto la china, si aún no sé ni su nombre? ¿Percibió mi hambre de historias? ¿Sintió mi orfandad de domingo sin nadie que me espere? Según fue avanzando la conversación, ya solo mencionaba al marido como el padre de sus hijos. Él tiró el plato de macarrones contra la pared porque no soporta su Budismo. Después de 18 años en Barcelona, solo cree en el Barça. Ella me hablaba y me hablaba como Mustafá. Apenas hice alguna pregunta, tan solo las necesarias. Despacio fue apagando las luces, una a una. La otra camarera y el cocinero se marcharon. Hablaba y hablaba y a mí me interesaba. Me pareció atractiva por primera vez, una mujer libre que en cualquier momento va a dejar a su chino con los palillos al aire. Dice que el bar notó mucho la crisis, pero que desde el 2014 la faena va mejorando. Los budistas del barrio se reúnen en un aula de la biblioteca. Ella hablaba y hablaba hasta la oscuridad final, hasta el cierre definitivo, no sin antes invitarme a una copa de licor de lagarto.


 
 
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