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Luisa


¿Qué misterio envuelve a la casona? ¿Quién vagará por las galerías serpenteando los arcos? ¿Quiénes harán el amor en los columpios del jardín? Toda ella es de piedra. Las enredaderas la recubren, deteniéndola en el tiempo. No parece siniestra, tampoco desprende un pasado sin espinas. Ha empezado a llover. Nubes desgreñadas se descargan. El Cantábrico enfurecido se bate contra sí hasta ser solo espuma.

Sobrevuelo la comarca de Trasmiera. Las gotas estremecen mis alas. Puedo transformarme en el animal que desee, traspasar muros, incluso observar invisible desde el fondo de un vaso o tras una fotografía. Existen distintos tipos de narradores y yo solamente soy un aprendiz elegido por el reino de la ficción, señalado para contar la historia que palpita en la casona. ¿Habrá alguien dentro aunque estén las contraventanas cerradas? Voy a descender, haciendo diagonales cortantes por el cielo. Entraré por una de las puertas traseras y he de ser discreto, pues si me falla la magia, como a veces ocurre, puedo ser descubierto.

Ha sido fácil. No hay nadie. Total silencio. Me hallo en la bodega; he descorchado una botella de vino ahora que vuelvo a mi forma natural de ser humano, ser un tanto extraño, humano en apariencia, aunque sería incapaz de resolver los problemas terrenales más corrientes. Sí sé, sin embargo, leer la historia de una casa -cuando me encuentro en su interior- y las mentes y la vida de sus moradores. Recorreré la inmensidad de este espacio donde hubo banquetes, conciertos, despedidas, risas, disgustos… Pero un momento… Una puerta se abre.

Un señor se acerca, pero no puede verme. Como mucho sentirá una extraña compañía. En todo caso, creerá que soy su madre muerta. Del culín de vino sobre la mesa, le echará la culpa a la menor de sus tres hijas, pues trae aquí al novio y nunca dejan las cosas en su sitio. Un día de estos, le dirá que se acabó el cachondeo de venir donde la abuela. Ella murió hace dos años y la casona se mantiene como se mantuvo siempre, con el mismo cariño y delicadeza. El señor se ha sentado a mi lado. Se llama Miguel. Tiene 75 años, el pelo cano; lleva una americana de pana azul marino. Es conocido en la comarca por ser buena persona y también como el dueño del club de tenis más prestigioso de Cantabria. Ha visto siete veces Match Point de Woody Allen y subrayado las memorias de Agassi. Siempre va con su mujer de la mano y le debe toda su educación a su madre, Luisa, a quien regaló esta casa señorial a finales de los años 80.

Luisa partió de su campo en Jaén un amanecer del verano de 1949. A su vera llevaba a Miguel, el mayor de sus tres hijos, con apenas ocho años. Fue una de las primeras mujeres en España que se rebeló en un entorno de doble moral, miedo y silencio. En aquella época, solo en casos excepcionales -saltando la ley- se permitía a una madre abandonar el hogar. Ella sabía que si no reaccionaba, en cualquier momento sucedería una desgracia. Primero intentó convencer a su marido para que los hijos estudiaran en un internado y así lidiar sola, pensando que de ese modo los libraría del tormento. Sin embargo, al sufrir una nueva agresión como respuesta, su rabia acabó desbordándose alterando la paz de la Iglesia y de las familias ricas del pueblo. Pasado un tiempo breve, el alcalde, el cura, su marido y otras personalidades del régimen franquista, decidieron poner fin a unas protestas que ya empezaban a escandalizar. Solo permitieron un desenlace: la dejaron marchar sin denunciarla, pero sin los hijos y sin un duro de la gran fortuna familiar.

Pero antes de aquel amanecer de 1949 hubo una madrugada: la noche que Miguel ha recordado toda su vida. La que le hizo un hombre antes de tiempo. Se enfrentó a su padre mientras se abrazaba con fuerza a las caderas de la madre. En la cocina del cortijo se cristalizó la estampa de una familia despedazada. Miguel no lloraba, contenía las lágrimas. Llorar era perder, ablandarse. Se abrazaba cada vez con más fuerza a la madre. Sus hermanos dormían. El padre, esta vez viendo la magnitud de la situación, intentó templarlo convenciéndolo como si fuese un niño, pero Miguel ya no era un niño. Había algo en él tan profundo como la noche en el campo y tomó una determinación: viajar por el vasto mundo con su madre.

Miguel se acaba de acuclillar para remover los leños de la chimenea. Las llamas lo visten de sosiego. Hace el fuego como quien pone flores a una lápida. Se siente dentro del vientre de su madre, aunque él lo formula con otras palabras. Estos momentos de soledad le sirven para no olvidarse jamás de las duras experiencias de los años 50, yendo de ciudad en ciudad, dependiendo del trabajo de Luisa, ya fuera de interna en Madrid y Valencia, o en una recepción de hotel en Santander. Nunca les faltó el pan, tampoco una esquina abuhardillada en la que dormir entrelazados. Ella se gastaba todo su dinero en la mejor educación para él. Quería que fuera un hombre de provecho, y le decía al oído que era el niño más bueno de la Tierra.

Afuera amainó la lluvia. Los perros salen de sus casetas y ladran enseñando los colmillos, soñando ser lobos por los bosques junto al espíritu de Jack London. Todo lo sumergido despierta. Ahora, en Miguel, aflora la duda. Piensa si habrá logrado transmitir correctamente la sabiduría de la abuela a sus hijas. Para él la vida ha sido una cuestión de filos, de contrastes. Cree que hay que mantenerse impoluto ante la pobreza y buscar entre las piedras los golpes de suerte.

Yo de momento voy a quedarme en la casona como fantasma mientras no me reclamen para otro relato.


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