Perros esclavos
¿Y si tu perrito está hasta los huevos de salir en las fotos que subes? ¿Y si no le bastan las tres vueltas al día? ¿Y si termina tonto perdido de no hacer nada más que mear en el árbol y dormir junto al radiador? A lo mejor tu perrito no quiere llevar tu perra vida, ni tener un nombre pedante, y se harta de tanta carantoña y arrumaco de hormigón. Hay perros que los miro y me dan pena. Aunque con sus amos tengo que jugar al disimulo, sonreír y agacharme, tirar la pelota y hasta escuchar la monserga de los derechos de los animales durante los quince minutos -no más- que dura el recreo para el pobre perro.
¿Y si tu perrita está hasta las tetillas de que la ates en corto? ¿Y si cuando crees que te mira enamorada realmente te odia por no poder sobrevivir sin ti? ¿Y si le gusta el campo o como mínimo pasar las tardes enteras en la playa? Ahora que la sociedad se sensibiliza por los animales, no estaría de más que nos pusiésemos en su lugar. Si solo estamos dispuestos a ofrecerles una vida correspondiente a la de un peatón civilizado, será mejor llevarlos al pueblo con los abuelos para que sean más felices.
A veces tengo la suerte de quedarme solo con ellos. Me piden el favor y accedo a sacarlos, a extenuarlos hasta que arrastran la lengua por el suelo y no pueden ni con su alma. Aprovecho la ocasión para hablarles claro y decirles que yo también soy un estúpido urbanita. Les hago saber que a mí también me han atontado y me volvería loco de felicidad si nos perdiésemos lejos y cazáramos alguna liebre para comerla junto a la lumbre. Les leería Intemperie de Jesús Carrasco mientras sonríen con el bigote lleno de sangre; iríamos al río a por truchas; nadaríamos sorteando pozas; correríamos sin escapar de nada, solo por el placer de estar al nivel de la vida que se nos ha dado.
Todos somos perros esclavos que en vez de darnos libertad, nos hemos convertido en sádicos con correa y mascota. Somos sádicos porque somos masocas y necesitamos que nos aprisione un piso minúsculo con cuatro tablas del Ikea, un sueldo misérrimo o la paga de un padre asistencial que no nos quiere autónomos sino dependientes. Y mientras tanto la libertad dónde, la libertad cuándo, la libertad cómo. Queremos un guía al que arrodillarnos y venerar como si fuese Dios hecho hombre, sin acordarnos de que no hay más Dios que el misterio o la duda al plantearnos las convenciones, ladrando a los amos, saliendo a morder a quien no nos deje explayarnos. Solo si ponemos en evidencia las contradicciones de cada sistema, viviremos sin bozal.