La destrucción o el amor
Ha sido una Navidad inesperada para Enric. Apenas llegado diciembre se acentuó su tristeza, la misma que lo ronda desde la muerte de su madre el verano pasado. Es un dolor intermitente, a ratos feroz. Su floristería, herencia de su padre, se transformó en el único sustento de su ánimo, pues se dedicó a ella con toda su alma para poder aguantar el vacío. Es una de la más antiguas de Barcelona y con los años se ha convertido en una especie de símbolo del barrio de Sant Andreu.
Las flores me han ayudado en este tiempo de luto. En verdad me han ayudado desde niño cada vez que tenía que refugiarme de un mundo de aristas cortantes.
Diciembre avanzaba y Enric comenzaba a percibir con mayor intensidad la pena. Serían sus primeras Navidades en soledad, pero era preferible eso a la bulla y las serpentinas, pues necesitaba imperiosamente la libertad de no tener que reprimir una lágrima o sencillamente no querer cenar.
Pero la vida son caminos por andar.
Ella apareció el día 24, cuando Enric iba a cerrar la floristería y no había ni Dios por la calle o a Dios se le esperaba ya con los manteles puestos.
Lucía. Me gusta su nombre. Me extrañó que alguien golpeara la puerta sonriendo tras el cristal con la actitud de quien no tiene premura. Por alguna razón, desde el primer segundo supe que también ella pasaría sola la Nochebuena. No tardamos en contarnos nuestras vidas y lo demás rodó solo: el paseo, la cena en un tailandés al lado de La Sagrada Familia, otro paseo hasta su apartamento en el Clot, el descubrirme riendo, besando, nuestras piernas entrelazadas bajo las sábanas.
La comida de Navidad, San Esteban y la Noche Vieja los disfrutaron juntos. A diferencia de Enric, Lucía vivía un buen momento, acababa de sacarse unas oposiciones y estaba feliz de continuar disfrutando de la Ciudad Condal en la que llevaba dos años. Para Enric, vivir al lado del mar y llevar meses sin verlo no tenía perdón, como tampoco lo tenía que hubiesen pasado seis años desde la última vez que fue a la Plaça del Sol en Gràcia. Con Lucía estaba redescubriendo su ciudad… y la vida.
Es una chica de película. Gracias a ella no me hundí estas Navidades y he disfrutado haciendo el amor como en mi época de chaval. Las vecinas del barrio me dicen que se me ve guapo, el guapo subido de una tristeza bella. Lucía devora libros; entiende de cine, arte, teatro. Lucía gana bien y es lo que en el caso de un hombre la sociedad llama un partidazo. Tengo la sensación de que ella me ha abierto la jaula en la que me estaba sumiendo lentamente, pero una vez fuera, quién me iba a decir que me chocaría con una estrella con la que me apetece volar todavía más.
Una noche, ya iniciado el nuevo año, tras cerrar la floristería, Enric decidió pasar por unos puestos de artesanía de Sant Andreu para comprarle un detalle a Lucía por Reyes. Hacía tiempo que no regalaba nada a nadie y dudó un poco hasta que se detuvo en una carpa en la que se trabajaba la plata con un arte que le llamó la atención. No hizo más que levantar la vista cuando descubrió, al otro lado del mostrador, a una mujer sentada leyendo La destrucción o el amor de Vicente Aleixandre. Su nombre era Angélica. En un segundo, Enric recordó que había visto ese mismo libro en la mesilla de noche de Lucía.
Me pareció que la coincidencia de que las dos estuvieran leyendo el mismo poemario no era una casualidad. No se trataba de una novela de Zafón. Era Aleixandre, que para mí significaba mucho. Al día siguiente, un amigo mío me dijo que era una simple casualidad y que no me volviera loco. Le contesté que no me iba a dedicar a perseguir a todos los que estuvieran leyendo La destrucción o el amor, pero seguro que entre ellas había alguna conexión.
En medio de los sorpresivos sucesos vividos en tan pocos días, Enric, siempre con el trasfondo triste de la partida de su madre, decidió jugar un juego extraño. Pediría a ambas, por separado, que le dijesen qué representaban los poemas de Aleixandre para ellas.
Pero jamás pudo imaginar lo que vendría después y que cambiará su vida para siempre.
Lucía le dijo que Aleixandre era un poeta excelente y que cantaba al amor de una forma magistral. Angélica, por su parte, le habló de cómo tras la concepción más tremenda de la oscuridad, pueden brotar los versos con más luz que salvan al poeta de su propia soga y todo gracias al amor, a un amor radiante que sobrepasa cualquier negrura del alma.
El día 5, víspera de Reyes, movido por un impulso que no supe ni explicar ni dominar, fui al puesto de Angélica y le dije que no paraba de pensar en lo que me había dicho de Aleixandre. Ahora encontraba un sentido aún más profundo a sus versos y me estaba emborrachando de poesía gracias a ella. Me estaba salvando de algún modo La destrucción o el amor. Tal era el ajetreo de gente comprando regalos de última hora, que le pregunté si necesitaba ayuda y de pronto me vi dentro del puesto envolviendo y enseñando anillos, collares, pendientes. Al terminar la faena vinieron un par de cervezas. A ella le encantaba que fuese florista y me preguntó: qué opinas de las flores de plástico, de un mundo de plástico. Al rato empezó a recitarme mientras yo tenía los ojos cerrados y el móvil en silencio con siete llamadas perdidas de Lucía. Amanecí en una habitación con balcón mirando al mercado de Sant Antoni sintiendo con toda mi alma que quería estar con Angélica por toda la vida.