Pánico en la Meridiana
Te mira. Te está mirando asustada. Aunque por lo menos ha abierto la puerta con la cadena puesta. Eres un extraño, un desconocido y no se fía de ti, por mucho que vayas hecho un pincel como manda la empresa. Ella sabe que un gesto de ángel puede esconder la mayor fechoría. Sabe, por la experiencia de estos últimos años, que los mayores mangantes lucen corbatas y exageran modales. Cualquier movimiento que hagas le parecerá una amenaza. No muevas los brazos para que se encienda la luz automática del rellano. No te acerques más de la cuenta, ni metas la mano en el bolsillo para coger el lápiz con el que anotas. Eres un puto comercial enemigo y lo ves en sus ojos de pavor, unos ojos viejos que ya no ven como antes y sienten la vida desdibujada. Tampoco oye bien, por eso tiene la tele a todo trapo, y la casualidad de turno ha querido que te atropelle los oídos un anuncio de una maldita empresa de alarmas.
En apenas cien metros cambia la atmósfera de un barrio, es más, diría que Sant Andreu no acaba en la Meridiana sino en Concepción Arenal: en cuanto las casitas de toda la vida dan paso a edificios cada vez más altos, se jode todo. En apenas cien metros percibes a la gente más desquiciada, menos persona y más peatón, con menos tiempo para pararse, más agresiva, con las uñas siempre preparadas para que el nerviosismo acumulado de tanto ruido se lo coma la repartidora o el del gas. A esto se le suma que hace poco más de un mes, hubo una muerte en la Meridiana, en la otra acera, y las empresas que venden puertas blindadas, dobles puertas y mirillas-cámara se están haciendo de oro. El otro, lo otro, cualquier sombra no identificada, los mantiene alerta, midiendo distancias, esquivando al prójimo… Lo contrario que quinientos metros más acá, en el corazón del barrio donde se vive un clima de libertad, de actividad comercial desbordante, de activismo social y cultural. Hasta el corazón del barrio no llegaron los disparos, eso pasó en la lejana Barcelona dicen los vecinos cuando exaltan el amor propio. En eso se me hace tan distinta a Madrid, donde quizás solo en Vallecas sentí esa pasión por un pueblo que pese a haber sido fagocitado por la gran ciudad mantiene su idiosincrasia.
Pero no quiero irme por las ramas, para desvariar ya vivimos en la época de lo inconexo. Veníamos hablando del miedo, de la incomunicación entre conciudadanos, de cómo bandas de dominicanos, desfasadas de cilindrada y droga, se lían a tiros al salir de la discoteca con sus chonis pintadas hasta la coronilla. La muerte de una sola persona, la noticia de un solo día, afecta a toda una comunidad, la aprisiona, la encierra en sí misma, la encorva, todo por un juego de pistolas de unos niñatos que podrían perfectamente limpiar culos o escaleras, o repartir quilos de propaganda, o reciclar chatarra. Todos pagamos el crimen, como también lo paga la mayoría de dominicanos que no tienen ninguna culpa. Seguro que dentro de una misma familia hay algún estudiante o artista, mientras otro se dedica al tráfico de armas. También se puede ser artista y traficante, pero eso harina de otro costal y de nuevo me salgo del foco.
Me paro a pensar en las posibles soluciones o en lo que haría con las mafias y bandas. Detesto expresiones como tolerancia cero, pues creo que tras ellas solo hay un análisis simple y casi siempre bastante facha. Ante el miedo solo nos queda la libertad de las puertas abiertas, de romper muros y dejar pasar, la excitación de arriesgarse para después comprobar que la humanidad nunca se ha caído en la historia, siempre se encuentra a un paso incluso en medio de la guerra. Debemos ser generadores de una ciudad libre y asumir su precio. Las personas que se abren reciben muchos golpes, pero a la larga siempre salen ganando porque viven más intensamente y les sucede lo maravilloso.
Qué acorde que justo al terminar el escrito, suenen tambores abajo en la calle. Alboroto de críos y padres disfrazados, ¿ya son los carnavales? Escribo tras unos amplios ventanales por donde mi espíritu y sonrisa se expanden. En diez minutos vuelvo a la oficina, un espacio alejado de La Tregua de Benedetti, mucho más cerca de lo inverosímil de Haruki Murakami.