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Sobre lo inmutable


Noah

Antes de escribir, como dice mi amigo Berna, lo primero es dar las gracias a aquello que no nos pertenece. Agradezco, pues, esta primera muestra de luz de la primavera adelantándose unos días. Doy gracias por la cerveza, por el boli que aguanta la tinta, por la erótica de los cuerpos en movimiento, por los morreos de las parejas en plena avenida, de los que disfruto como si fuera yo quien besara. Quemazón del amor que irrumpe frenético. Noah una vez me dijo que el amor o es a primera vista o no es amor, llámalo de otra manera. Mi amor, según tales parámetros, vive en París, pero con otro hombre. Mi amor se llama Marina y corearé su nombre aun desde otros brazos que no sean los suyos. Diré su nombre susurrando -mente gemela- en el mayor de los delirios, o, incluso, en estado vegetal.

Hay quien olvida adrede la memoria para vivir tranquilo. En mi caso, voy arrastrando una red enorme de símbolos del pasado que acumulo y guardo en la caja fuerte de las metáforas. En el presente folio en blanco, por donde avanzo, hago recuento, recuerdo el 2016 y todos mis récords como caminante por Barcelona. Fui el que se bebió más lluvias con la boca bien abierta, sabiendo que estaba en el lugar correcto, a pesar de cualquier inclemencia mental. Llegué a la capital de mi galaxia sin trabajo, sin finalizar los estudios, pero con la convicción de la elección, capturado por una niebla sobre el mar, embelesado en una blancura mediterránea en la que me imaginaba feliz pasando el invierno. Y aquí estoy, mírame: meneando el rabo de contento como un perro, sorprendido en un oficio totalmente nuevo para mí, que me permite aprender de economía y de pasiones. Ah, también con La muerte más viva que nunca preparándose en papel para San Jordi.

Siempre me conmociona escribir. Es lo único que ha permanecido invariable con los años mientras el decorado cambiaba. A veces me pregunto por qué escribo. Sé que en el acto de escribir se alcanzan ideas que de otro modo no saldrían a la luz. Aunque también escribir es una forma de pensar desde que uno se levanta hasta que se acuesta. Es un arranque de sinceridad inusitada, una palabra que resucita debajo de la lengua, un salirse del cuerpo para hacerse el amor a uno mismo y así, en un rapto de placidez, poder habitar los propios ojos, agarrar las propias manos. Escribir es amarse, valer la pena; pero si uno se aleja de la franqueza y se piensa en una galería, el verbo solo sirve para alimentar un ego de prostíbulo de red social.

En este final se juntan todos mis finales, todas las veces que me atreví a ser más yo. Si tuviera que salvar del fuego del alzheimer una vivencia, salvaría la vez que Fernando -mi profesor de Lengua- me retiró el examen de análisis sintácticos, diciéndome que si no había estudiado que al menos escribiera. Le daba igual que disparatase con los complementos circunstanciales: fue el primero que me habló de cultivar mi prosa poética. Si lo tuviese a mi lado, lo abrazaría muy fuerte. Él entendía que era demasiado salvaje como para quedarme quieto en un pupitre durante horas.


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