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Roca Grossa


Roca Grossa

Un rugido que se siente cada vez más cerca, la propia voz al leerse en alto, lo no fingido que reclama su espacio y su tiempo en este fin de estación. Es como si todo desconcertara, menos el momento en el que apuestas la vida por lo que más amas, frasear para encriptarse y permanecer a salvo, albergando lo más puro, exprimiendo el trapo del alma, y ver así si hay al menos una gota que poder llevarse a la punta rosa.

Siempre el texto reclama su autoridad intelectual, su poesía, su diferencia frente a tu yo más simple y acaparador. Aunque a veces se le pueda intuir, es indescifrable hasta tenerlo cara a cara. Sabe más de ti que nadie. Es el abogado de buenas causas al que no puedes mentir; la fuerza del joven que mata al adolescente inconsecuente; el punto de lucidez de una buena copa de vino frente a la borrachera que lo echa todo a perder; la diosa de ultratumba en los labios de cada amada. El latido se mantendrá sea cual fuere el escenario, la nómina, la amenaza recibida, la pestaña de incógnito, el partido al que se vote, da igual todo ello, lo verdaderamente inquietante, es que nunca desde los trece me ha soltado la fiebre y que cada vez más me moldea lo que escribo, exigiendo que la prosa trastoque a quien la lea como en una misiva de amor o una nota de despedida suspendida en el altar del recibidor.

¿Qué es lo que estás pidiendo a gritos, lo que más te conmueve? ¿Hay algo por lo que merezca la pena remover los mares? Sé que no he luchado lo suficiente por lo que amo, perdonadme, abrazadme también, pero sin más testigo que la oscuridad y el silencio, esa luz. No es una excusa, ni una lamentación, tan solo una certeza entre el bullicio del entorno de mi cabeza, el destino más amarrado a mi corazón que cada día permanece vigilante pese a que otros crean que me he pasado al enemigo de lupas frívolas, de los apóstoles del máximo beneficio caiga quien caiga. Yo admiro al valiente que entra en una casa en llamas y la salva de la ruina. Detesto a quien para apagar el fuego solo se le ocurre tirar un cóctel molotov.

Aquí en la Roca Grossa, entre el mar y las vías del tren, pesa bastante menos la vida, no se necesita fingir como se finge constantemente en las grandes ciudades. Las sonrisas alucinantes juegan con la arena y la espuma, la cerveza, la sal, el tomate y el aceite, todo el oro del Mediterráneo, la calma imprescindible antes de tomar cualquier decisión. Apenas dos o tres elementos son necesarios, lo demás son capas que nos sobran. El paraíso suele estar cerca, cabe en un libro en medio del estruendo, a la distancia de una hora de tren. Siempre tan cerca… Sin embargo, somos propensos a ser carceleros de nuestro espíritu libre, a encerrarnos en cuatro pasos de cebra sin ser conscientes de la magnitud del regalo, sin saber que solo una enfermedad atroz sería la excusa para desistir, pues mientras tengamos fuerzas habrá que nadar donde cubre para saber a quién pertenecemos.

Me he guardado una piedra en forma de lámina para llevarla en el bolsillo de la americana los días de trabajo y para ponerla en mi escritorio cuando escriba. No me quiero olvidar de este instante en el que siento que atino al pensar y mi arco no tiembla apuntando a su objetivo. Quiero ser el mejor vendedor de pisos este septiembre –el más profesional y ético-, a su vez quiero hacer una tripita donde vaya gestándose mi obra.


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