Cáncer azucarado
Es verdad. Para qué complicarse. Vivir es mucho más fácil de lo que pensabas. Los días se suceden despejando cientos de mensajes del Whatsapp, reproduciendo vídeos políticos y subiendo fotitos: inmenso pastel: una inmensa tarta con porción para todos. Hacemos un ridículo espantoso que ya no da vergüenza ajena. Un grupo de raros manejan la audiencia y cada mortal se comporta como si fuese un astro. A cierta parte del mundo, la rica, le sobra azúcar. Azúcar mental sobre todo. Somos de una obesidad mórbida sin remedio, pegajosos y pringosos. Confundimos lo sencillo con lo tonto. La vanguardia con la moda. La libertad con lo estrafalario como única forma de llamar la atención. Estamos tan domesticados, tan vigilados, que solo se nos permite saludar al objetivo levantando la patita a nuestro amo.
Pero tiendo a pensar que no estoy solo. Debe haber alguien que no crea que exagere. Conste que no odio el tiempo que he de vivir. Me alegra ver cada vez más coches eléctricos por Barcelona. Presto atención a los avances médicos y a los descubrimientos espaciales. Soy un ultra de los trenes de alta velocidad y digo que no hay nada más moderno en las ciudades que la bicicleta. Ver un atasco en la Meridiana, o en la M-30, nos tendría que provocar la misma impresión que cuando vemos las fotos, en blanco y negro, de los obreros hacinados alrededor de las fábricas. El coche y el tabaco, solo son sinónimos de cáncer, un cáncer edulcorado por la publicidad para las masas. Hemos jodido el planeta. Me duele mientras tecleo en este viejo trasto con polvo de mi padre.
Si durante décadas nos vendieron una falsa libertad, habrá que estar ahora atento a las siguientes entregas de los expertos en diversión. No hay nadie que se lo pierda. Yo soy un as camuflándome aunque mi persona fluya lejos. Anhelo que los ciegos vean, que el sida no dé miedo y que cada vez haya menos enfermedades terminales. Mención aparte merece la psiquiatría. Son los enfermos mentales, los que más necesitan instalaciones adecuadas, ajardinadas y con amplitud como bien tienen los centros privados. Sin embargo, todavía, hay plantas psiquiátricas en hospitales públicos que son un auténtico insulto a los pacientes. Nos debería preocupar, pues hasta al más cuerdo siempre le acecha el desequilibrio -otro de los males en boga-.
Este texto tiene la pretensión de ser una columna de costumbres que no va dirigida a mis coetáneos sino a los muertos. Quizás unos muertos que resucitarán pronto, pero por ahora me escuchan desde ultratumba. He dejado claro que estoy en contra del progreso de la estupidez, por decirlo de una manera no tan hiriente. En contra del mercadeo de sentimientos, en contra del uso de la infancia para una sociedad del espectáculo. No me extraña que en Francia haya surgido el debate de si es normal o no que circulen por las redes cientos de fotos de niños. En mi caso, no me hubiese gustado salir del círculo íntimo de unos cuantos familiares. Pero ahora hay padres que suben a los cielos del tío Zuckerberg cada gesta infantil de sus hijos. Y así vamos. Siendo una piña venenosa. Una comunidad amanerada y cursi, aunque agresiva por dentro. Sin imaginación tras los escaparates, cagados por la gran gorda de la metrópoli.