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Lolita en la nieve


Imagen WIX

Contemplo su pezón rosado cortando la arista celeste del cielo. Estoy perdido en el bosque sin hallarla. Restos rotos de espejos alucinantes, me dejan imaginar apenas un breve instante su cuerpo: Lolita con coletas frotándose en la nieve, la frondosidad sobre mis dedos, arenas movedizas de placer a la altura de mi cintura. Por un lado, la belleza serena de los copos en los tejados de pizarra, la niebla contra la nube tóxica del presente; por el otro, el maremoto entre sus piernas, la madre naturaleza transformada en niña salvaje.

La escucho gemir desde alguna parte remota del valle. Es un rayo que atraviesa mi boca y llega hasta mi escroto partiéndome en dos. Me deshace cual hielo. Goteo desvaneciéndome hasta ser solo un charco empapando la tela. Cierro los ojos y soy una flor herida. Regalo dos lágrimas descontroladas al paisaje. Rabiosas por no poder apagar el incendio que me atrapa, porque ella juega al escondite conmigo, escapándose a mi dura y dulce venganza. A mi sed por dominarla.

En momentos como este, me entran ganas de correr como Haruki y que cuando el cansancio me abata el bosque haya cambiado de colores. Viejo duelo que retorna para saber si puedo llegar a controlar los fantasmas que pululan por mi cabeza. Sombras que en el fondo son ángeles, pero, aun así, vierten su cera ardiendo sobre mi piel.

Los gemidos son cada vez más fuertes. No hay ser viviente alrededor que no sepa de sus deseos. La aman como a la lluvia y los árboles. La protegen. Solo el guerrero accede a besarla si ha salido indemne de la contracorriente, de los contratiempos; si mantiene la mente cristalina y la punta imperiosa de su caballo. Veo gotear los aleros como un símbolo de esperanza. El sonido del arroyo estremece, enternece, hipnotiza. Me proyecto de aquí a un tiempo, por fin, sonando en los teatros junto a la fiera de coletas envenenadas.

¿Y qué hago si al encontrarla entrelaza sus manos con otro? ¿Y si su gemir lo provoca la lengua de una ninfa? Me acercaré al lago donde tantas veces nos bañamos desnudos, por si su canto orgásmico procede de allí. He de darme prisa, pues anochece y los duendes anuncian la luna más tétrica del invierno. Corro, corro y corro cada vez más veloz. Antes de la oscuridad total hemos de resguardarnos en el hogar familiar, al amparo de nuestras caricias. Diosa mía, ya estoy cerca. Solo un poco más. Mi corazón es un tambor a punto de reventarse. Me escuece el rostro por culpa de los arañazos de las ramas.

Ya veo el lago a lo lejos. Pero ¿qué es esto? ¿Qué significa la orilla ardiendo bordeando el lago, formando un globo de fuego? Se empiezan a dibujar en el agua sus piernas abiertas, su vello recortado, su vientre ondulante, sus pezones. No sé dónde se esconde. Solo distingo su reflejo en el agua violeta, sus espasmos de placer, su pelo flotando. Su gemido tan cerca me enloquece. Me pone muy duro. No sé qué hacer, ni si todo esto es un delirio sin escapatoria. Ha empezado a tocarse con dos deditos mientras sonríe a la luna. Su cara es la de una virgen en plena epifanía, enfocada por el resplandor de la Vía Láctea. Se muerde los labios. A su vez prueba con el corazón de la otra mano entre sus nalgas sonrojadas. A mi espalda unos perros con cuernos ladran cada vez más cerca. No me queda otra que atravesar el fuego y nadar hacia sus ojos enormes. Una voz infantil me dice: “Salta, sumérgete, viértete dentro de mí, y después, pide un deseo”.


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