El planeta y yo: una situación extrema
Siempre me he imaginado en situaciones extremas. En la corriente cotidiana que nos lleva, casi nunca nos vemos afectados por decisiones que hemos de tomar en cuestión de segundos, tampoco con dilemas trascendentales que nos marquen absolutamente. Cierto que hay profesiones que requieren, a lo largo de la jornada, un sinfín de acciones importantes, pero estoy escribiendo sobre otro tema: las situaciones límite donde la vida pone a prueba la clase de personas que somos.
¿Quién pondría su pecho por mí para detener la bala asesina? ¿Me arrojaría a las vías del tren para salvar a un desconocido? ¿Albergaría en casa a un refugiado que ha tocado la aldaba tiritando? ¿Quién se escandalizaría? ¿Quiénes esgrimirían un argumento normal justificando que la ética solo es cuestión de los servicios sociales? ¿Solo debería limpiar mi conciencia ofreciendo un bocadillo? ¿A qué esperamos para actuar? ¿Daríamos la vida por lo que creemos o es todo mentira? Visto así, pienso, en este instante, que la humanidad vive desde hace tiempo una situación límite, ecológica y de distribución de la riqueza, pero pocos sienten la llamada de hacer algo de verdad.
Estamos muy cómodos en la fiesta del capital, mundo aparente, de escaparates que no reflejan la sangre que hay detrás. Es el reino de las emociones de bajo coste, del lenguaje espasmódico, de la exposición permanente, de la mercantilización de los sentimientos. No tenemos ni idea de lo que es la auténtica libertad. Concepto que han ensuciado todas las corrientes políticas. La libertad, para mí, es suicidarme aquí mismo. Desprenderme del absurdo de mis discursos. Prestar atención a los fallos que pasamos por alto cuando se trata de ideas que catalogamos como nuestras. En mi caso, he de repetirme mil veces que la libertad económica que defiendo, no tiene nada que ver con este capitalismo moderno, que se vale de las redes sociales para emputecer las conductas y las mentes.
Pero antes de salvar el mundo, salvémonos a nosotros sin que nadie se dé cuenta, sin necesidad de ponerlo tan pronto en la galería. Ampliemos el círculo mágico de cosas personales y secretas, protegiéndolas con cariño y que nada ni nadie nos pueda medir o catalogar. Es el viaje al continente desconocido del alma. Hace falta silencio, buenas conversaciones y amar mucho para entenderlo. Podemos pasar toda una vida sin conocernos. Esto es lo que me preocupa, no saber escuchar atento. Vagamos enredados en preocupaciones menores, monetarias y ególatras, cuando de repente, el destino te sonríe -con cara de payaso malvado- y te mete una hostia para que espabiles.
A veces padecer una enfermedad es como tener la peste. Las personas te huyen poco a poco hasta que te quedas solo, rodeado de enfermeros con batas de ángeles. La vejez también es una peste y a muchos molesta. Incordia la fragilidad de la vida y la locura. Tenemos miedo a contagiarnos y huimos. Lo he presenciado en carne propia. Os he visto desaparecer y no aguantarle la mirada al señor pánico, matar lentamente en cómodas cárceles lejos de un hogar. Yo tampoco sé si me derribaría el cansancio, o si a estas líneas se las llevaría el viento en una encrucijada inesperada. En un pestañeo seré viejo. Quizás un día ya no me valga por mí mismo y no estés tú para limpiarme el culo, lectora, por mucho que ahora le recojas la mierda a tu perro. Puede que me susurres te quiero las veces que recobre la lucidez y que cada vez que tiemble tu mano me esté apretando. Entonces la palabra amor tendrá sentido y nuestra historia no habrá sido un anuncio de falsas promesas.