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Resistencia en la residencia


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A qué vienen esas cámaras ahora. No graben la antesala de la muerte. Es demasiado obsceno, por Dios. No hemos interesado nunca. Nunca se nos ha preguntado nada. Tan solo somos puñeteros números de vuestro asqueroso negocio. Incluso algún desalmado, cuando parecía que la pandemia no iba a ser tan fuerte, opinaba que no vendría mal para las arcas públicas librarse de unas cuantas pensiones. Malditos desgraciados, como si la juventud no muriese en un parpadeo, yo ayer también fui joven y aún quiero vivir. Me lo merezco. Valen más cinco años míos que la escoria que os queda por delante. Aparten las cámaras o veréis mi último rayo de fuerza. No somos monos enjaulados.

Adivinen quién duerme para siempre entre las sábanas o quién aterrorizado no se atreve a levantar. Mejor fingir, hacerse el dormido, el viejo chocho, así la muerte, esta muerte uniforme, pasa de largo y se va por las ventanas. A lo mejor tenemos una pizca de suerte, por eso escribo temblando, para ahuyentar el virus, resistiendo. He pedido un boli y una libreta a mi enfermero favorito, mi gran amigo Danton. Me ha entendido de maravilla cuando le he suplicado no salir en televisión. No han dado tiempo ni para peinarse o planchar la camisa. Como mucho acepto la radio, es más misteriosa y no requiere remilgo.

Lo que más me duele es no poder ver a mi nieta. Ya ha pasado más de un mes desde la despedida en el jardín de la residencia: ella bajó la ventanilla del coche del memo de su padre moviendo las manos y lanzado besos. Sé que le gustaría pasar más tiempo conmigo, pero por alguna razón que desconozco, él es un experto en cronometrar las visitas y no para de mirar el móvil. Tampoco quiere que nos quedemos a solas. Quizás tiene miedo de los consejos de un abuelo delirante o le asustan tantas arrugas juntas, tantas cabezas gachas babeando, tanta sonda colgando de las narices, en fin, mejor pasar el tiempo exacto para que no haya remordimiento y sentir el deber cumplido.

Más que nunca anhelo vivir y que el destino me brinde una prórroga hasta el pitido final. Después de la operación de hace un año estoy mejor y últimamente me planteo volver a mi apartamento y si eso contratar a alguien que me ayude unas horas al día. Esa era mi idea justo cuando ha estallado la pandemia y ahora no puedo marchar. Además soy población de riesgo por mi edad y la dolencia de corazón. Añade, atento lector, que han muerto dieciséis personas en la residencia en la última semana y entenderás mi desesperación. No me apetece hablar delante de un micro, ni que en casa os compadezcáis viendo mi rostro desencajado con la boca abierta del susto. No me reconozco frente al espejo.

Solo pido que la suerte me salve y poder pasear hasta la Glorieta de Quevedo, sentarme en las terrazas de Bravo Murillo, ir a la Gran Vía con mi nieta, invitarla a merendar, entrar en la Casa del Libro y comprarle Los recreos del pequeño Nicolás. Son una serie de pequeños deseos que imploro con los ojos y puños cerrados, sabiendo que a estas alturas dependo solo del azar o de alguna fuerza sobrenatural injusta. Así quiero finalizar mi vida y no entre esos ataúdes que iguala la desgracia. El día de mi muerte que me lo pinten de colores.

La muerte va dando coletazos invisibles, aguarda en los cruces oscuros de los pasillos, en la sala de la tele, en el comedor, en las mangas de los jerséis de un invierno demasiado largo. A veces salto de golpe para librarme de ella, giro los pomos con los codos con una destreza increíble, y llego a mi habitación 402 para escribir y dejar unas palabras a mi nieta por si mañana ya no hay alba. En medio de tanto terror logro calmarme. Me entran ganas de arremeter contra los responsables de una situación que no debería haber sido tan descomunal si no se hubieran robado el dinero común destinado a los mayores, aunque prefiero que mis últimas líneas sean de amor y esperanza.

Mi niña, quiero que sepas que te quiero mucho. Sé que estás asustada. Pero seguro que en nada de tiempo vamos a poder abrazarnos y en tu cumpleaños te llevaré al castillo flotante como el año pasado y vendrán tus amigos y estaremos juntos, la mamá, el papá, yo, también vendrá mi amiga Luisa con su perrito y correrás por el Parque del Oeste hasta que tengas que parar de tanto reírte. Te vas a sorprender, estoy viendo por la tele Mao mao. Me ayuda a creer que va a suceder algo fantástico y que siempre se gana a los malos. Así te acuerdas de mí cuando los veas.

Recuerda lo que hablamos la última vez, lo más importante es ser buena persona con todo el mundo y que hagas lo que te salga del corazón. Abuelito tiene muchos años y si volviese a ser niño como tú, no dudaría en dedicar toda la imaginación en hacer un mundo mejor. Me ha dicho un pajarito que no paras de dibujar bosques animados y que en el cole tus profes están muy concienciados con cuidar el planeta. Ese es el verdadero camino, cuidar de los mares, los animales y los seres humanos porque somos todos iguales y cada ser que late se merece vivir feliz.

Sé que te ha sorprendido mucho ver a Danton entrar a tu habitación justo cuando la mami te ha dado un beso en la frente y ha apagado la lamparita. Ya sabes que no mentía cuando te dije que tenía un ángel mensajero capaz de mantenernos comunicados estos días de encierro. Te haré más rosquillas para la próxima semana. Si me das un dibujo, lo pongo en la ventana de mi habitación.

Nos vemos en unas lunas Elena

Sueña con las olas del mar

Tu abuelo Manuel

Anochece. Desde mi ventana veo irse a los periodistas, se cruzan con la Unidad Militar de Emergencia que viene a desinfectar. Nunca pensé que el ejército me salvaría. Reconozco que me da seguridad. Por lo menos hoy no se utiliza para una guerra. No van a disparar a no ser que se vuelvan locos de repente. Ya todo es posible. He leído en el periódico que en no sé qué país matan a quien osa saltarse el confinamiento. Son los fachas que vuelven a alimentarse del miedo.

No pienso bajar a cenar. Si acaso me escaparé como ayer de madrugada y robaré comida de la cocina. Ajusto un casco en la oreja, pues la música me relaja par tal menester. Me camuflo por las sombras sin que nadie me vea y desciendo silencioso la escalera de emergencia. Me desplazo despacio y sin encender ni una sola luz vuelvo a mi puesto con un paquete de flanes. Os podrá parecer una gilipollez, pero a mí me sirve para sentirme un héroe.


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