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Barcelona no se acaba nunca


Mirador de Joan Sales

Desde el mirador de Joan Sales tengo Barcelona a mis pies, la contemplo desde las alturas sintiendo el placer de las gaviotas que atraviesan la boira mientras las gotas de las olas salpican sus alas. Quisiera ser una de ellas para estremecerme al máximo alcanzando la más alta cota de felicidad y un segundo después sufrir una parada cardíaca por no poder resistir tanta belleza. Siempre me sucede lo mismo en los miradores, soy un romántico empedernido y hay algo en ellos que me subleva el espíritu, me conmueve y da sentido, como si me dijera, ah, ahora lo entiendo, la vida era esto.

Soy hijo de la niebla barcelonesa, no me movió mayor circunstancia para venirme a vivir aquí que el deleitar el preámbulo de un invierno de hace casi un lustro. Pasé de ser viajero a residente en un instante, lo que tardó una intuición en penetrarme, la visión de que podría cumplir mis sueños en la ciudad de los prodigios. En Madrid siempre andaba con la sensación de que la vida estaba en cualquier otra parte y la literatura solo en los libros. Barcelona es disparatada y divertida, despeinada y alocada. Muy generosa. Es un asfalto fértil y un espacio kármico. Es mi verdad privada. Otro, igual halla su salvación haciendo el viaje a la inversa, pero yo estoy enamorado de las dos; Madrid para pasar unos días y perderse por sus bares y teatros y la Ciudad Condal para alucinar a diario y vivir con la sensación de viaje permanente de quien abandonó su pueblo y no tiene intención de volver.

Y es cierto que para defender el paisaje y el paisanaje de Barcelona tuve y tengo que trabajar mucho, pero al menos siento la vida rodeándome y si caigo en algún sitio, si la mala hora me llega, ha de ser aquí. Este es mi nido de vuelta si me da por ir al extranjero, lo supe mi hogar desde el primer momento. La ciudad que me maravillaba de niño cuando venía a ver a mi abuela, siempre me estuvo esperando. Creo que sin darme cuenta fue en esos años cuando sedimenté en el ser los rincones de la capital catalana y uno, si no se traiciona a sí mismo, siempre vuelve a la infancia. De adolescente y veinteañero vine ya sin mis padres, pero no fue hasta esa niebla salvadora que no me formulé la pregunta: por qué no vivir aquí, qué extraña telaraña cotidiana nos impide dar un portazo y decir ahí te quedas.

Desde las alturas puedo retroceder aún más en el tiempo, ir al lecho de mi concepción en una de esas noches del mes de junio que canta Gil de Biedma: la madrugada quieta y húmeda de ventanas abiertas, Amelia y Manuel desnudos revolcándose con pasión, juntando sus yemas electrizantes dadoras de vida, susurrándose al oído, así me los imagino. Soy hijo de la niebla y también de esa noche de sexo en Barcelona que mi padre treinta años después me confesó mirándome con nostalgia por el retrovisor, la huella visual del tiempo, nunca unas patas de gallo fueron tan hermosas.

Mi vida antes de llegar a Barcelona fue anárquica y dispersa, era muy humilde de corazón pero me faltaban, lo que se dice, un par de hostias. En ese sentido influye más la edad que la ciudad, saber que no se puede ser joven antisistema todo el tiempo a la par del pequeño consentido de tres hermanos. Para protestar hay que ganarse las papas y no depender ni de padres ni de Estados.

En Cataluña inauguré la treintena y aprendí a golpear, a quedarme tirado, a vender mis trípticos de La muerte por los comercios y cafeterías para pagarme el albergue, a ser un invitado por semanas de los okupas de la Dissa hoy en día tapiada. Una casa tapiada es como un niño ciego. Finalmente acabé de asesor inmobiliario y aunque parezca una incongruencia en mi biografía por esos prejuicios existentes, es un oficio que me apasiona, indago a las personas y además de divertirme me da margen para actuar de forma ética. He estado ya en unas doscientas casas diferentes, cada una con una historia detrás digna de ser narrada.

Doy fe de que los propietarios son unos Quijotes que se creen dueños de palacios, me di cuenta desde mi primera venta, una casa tradicional de Sant Andreu propiedad de un político anticapitalista de la CUP que pudiéndola haber rebajado para que la comprara una familia del barrio, se atuvo al precio de mercado y terminó en manos de una especuladora que, una vez reformada, aumentó en exceso su precio. Un propietario tiene libertad para ser ético, tanto si actúa como arrendador como de vendedor. En general, el mundo de la inmobiliaria está por inventar y hacen falta visiones nuevas y comprometidas, pero no quiero que estas líneas se conviertan en un discurso.

Siendo casi mendigo o trabajando me he recorrido la ciudad como si cada día fuese una página de una novela. El tiempo por fin tensionado como en una escena teatral de espacio único en la que los personajes no pueden escapar. Cada parpadeo cuenta, cada decisión ha de ser valiente y comprometida. Luchas aquí y ahora pero también te proyectas más allá, marcas estrategias, asumes los dilemas que trae la libertad. Desde el mirador releo mis días en esta patria poética en la que al menos los pequeños sueños han sido cumplidos, en la que un beso se convirtió en un hogar. Allá donde tire mis ojos hay una vivencia. Me gusta saltar por los tejados, monumentos y rascacielos releyéndome cada vez de forma distinta, lanzando los dados por el tablero mágico de calles alargadas que desembocan en el mar.

Ondas y ondas de Barcelonas superponiéndose, una ciudad de ciudades, o mejor dicho, de pueblos que se fueron uniendo a lo largo de la historia, debido a ello esa gran riqueza y variedad de barrios, la pluralidad y diferencia con el denominador común de la ciudadanía barcelonesa pero sin la igualdad desastrosa de los conglomerados grises. Vamos viviendo orillados, acostados en el Mediterráneo, rodeados de montañas. La Sagrada Familia aún por terminar es un símbolo de nuestro movimiento, lento en el arte pero constante, un templo al que aún no le ha llegado su tiempo, espera tranquilo el futuro mientras los ateos pasan con sus móviles y cámaras de último modelo que mañana quedarán obsoletos. Los templos y los bosques se ríen a carcajadas mientras coleccionan nuestros huesos.

Y entre el suspiro que me lleva y la inscripción en la lápida que me espera queda divertirse por las Barcelonas de las que ya se enamoró el Quijote cabalgando por sus Españas. La Barcelona de las casitas de las lavanderas de Horta, con la intrahistoria de mujeres que lavaban las ropas, alfombras y cortinajes de las familias pudientes de Sant Gervasi y luego los llevaban sus maridos en carro a los pisos. Hoy día las casas siguen en pie y habitadas con grandes huertos en medio de la ciudad, un barrio con plazas encantadas como la de Ibiza, con su bohemia de balcones y paredes desconchadas, donde la juventud con fulares de colores cruza las piernas y lía cigarrillos lejos de los atascos. En la plaza hay varias terrazas, una pizzería, una boca de metro y la librería Eivissa comandada por dos mujeres canosas que son la eternidad personificada. Algunos en Horta se jactan de ser independientes, de no pertenecer a la gran ciudad, en Pere Pau hay un grafiti que reza: Horta no es Barcelona.

La Barcelona de La Font d'en Fargues, uno de los barrios a los que no llegas en las primeras pateadas pero un día te pierdes, terminas en él y dices Dios mío qué preciosidad de casas y de gatos embrujados que las custodian. Hay una fuente como el propio nombre indica en la que me bauticé después de horas caminando, una especie de ritual en mi pequeño camino de Santiago urbano. Si sigues subiendo por sus cuestas empinadas y serpenteantes llegas a otra panorámica deslumbrante de la ciudad, en la que dejar colgados los pies por el cielo: los cañones del Carmelo, lugar cargado del aura de la resistencia antifascista que se defendía de los barcos y aviones enemigos en 1938.

La Barcelona de Sant Andreu con sus calles de filósofos, escritores y músicos, con su carrer Gran ahora peatonal, ejemplo vivo del pequeño comercio y del dinamismo económico catalán. Me acogió cuando peor estaba, la única noche en mi vida en que pensé que dormiría en un cajero. Me dio trabajo, me emancipó, me enseñó la dulzura del idioma catalán en sus patios y portales, el latido de una ciudad viva, real, el contrapunto de su cara más vulgar con cruceros horteras, humeantes tras la montaña maldita de Montjuic. Sant Andreu me ha dado amigos y el amor de mi vida en la Plaza de las Palmeras la noche del referéndum independentista del uno de octubre. Andaba triste y un poco borracho después de haberme tumbado con mi amigo Marcelo unas cuantas botellas de vino llorando por España. Me dolía la independencia, los porrazos de la policía, el desastre que se avecinaba, pero me curaron unos labios catalanes.

La Barcelona de Poblenou que desde las olimpiadas del 92 no ha dejado de cambiar. Un antiguo compañero de trabajo, que no alcanzará los cuarenta, se acuerda de cuando era pequeño y su padre le advertía de las jeringuillas tiradas por sus calles. Hoy en día dudo que haya un barrio con más proyección que este; lejos quedan los años de aquel Poblenou industrial, hoy es uno de los experimentos de nuevo urbanismo, con oficinas y personas venidas de todo el planeta, con la torre Agbar como una nave espacial a punto de despegar, fincas regias reformadas en contraste con los edificios más modernos. La mayoría de vecinos nuevos son jóvenes con un nivel adquisitivo alto, a los que les aburriría vivir en Santaló pero que lo gozan con la Rambla, el paseo marítimo y los parques de Poblenou. Aún quedan un montón de solares y almacenes en los que me imagino urbanizaciones ajardinadas de vivienda protegida y ecológica, quizás para equilibrar con litio público un mercado bipolar de los más caros de la ciudad.

La Barcelona de la Barceloneta, tan canalla y marinera, tan con su ancla tatuado y la tabla de surf de quien vino un año de Erasmus y se quedó enloquecido con el barrio para siempre. Donde el trotamundos y el pordiosero que arrastra perros y latas se juntan, donde pasear bajo las ropas tendidas en los balcones y terminar en el Piñol, el bareto más pirata y gamberro que conozco en Barcelona, allí se reúne una mezcla de bisnietos de la Barceloneta y las nuevas tribus marinas con mil caracolas en las orejas. Desprende una música como la de los bares de Madrid. La capital de España guarda mares ocultos tras sus barras. Una confluencia hermosa que añoro mucho, echo de menos su gente. Del Piñol suelo marchar a la playa a sentarme frente al mar apoyando la espalda en la escultura del L'Estel Ferit, o bien me dirijo al Born o al Gótic que merecen los dos una novela aparte.

La Barcelona de Gràcia, igual de alternativos que pijos quienes la concurren, bastante espécimen de paso aunque lo importante es que permanecerá cientos de años más con sus plazas y nos volveremos a sentar en ellas ya sea para un cónclave filosófico promovido por Colau o para que los cachorros independentistas alboroten con consentimiento hasta una raya imaginaria que los dirigentes tracen. Me gusta bastante Gràcia, sus calles adoquinadas, su muchachada sentada sobre el asfalto piense como piense, su rumba por las callejas gitanas, su arteria Torrent de l´Olla que te baja hasta la Diagonal, y Verdi que es como para sentirte un actor de cine. Sus áticos en quintos sin ascensor con suelo hidráulico, bóveda catalana, chimenea y una terraza donde desnudarse, evocan pasajes de relatos aún por escribir, donde viven pintores, prostitutas y fugitivos. No hay barrio mejor para tomarse una copa y amanecer charlando en uno de sus bancos.

La Barcelona del Carmelo, golfa, trabajadora, mutante, a la que le viene hasta bien seguir con el sambenito de barrio marginal; a mí me recuerda a muchos pueblos de Extremadura de los que se piensa que viven en condiciones preocupantes, aunque en realidad en lo que se refiere a calidad de vida, al aire que se respira o el tipo de vivienda son envidiables. Si no tienes complejos de clase prefieres alquilar por novecientos euros un buen piso en Santuari que un cuchitril en el Eixample. No vas a dejar de ser pobre por mucho que te levantes de la cama y bajes a comprar el pan a la calle Provença.

Pero el Carmelo se merece otro párrafo, yo vivo en lo alto, en la acrópolis barcelonesa, en un cerro que llega hasta las barbas de Dios, justo en la frontera de Gracia y Horta. Soy fronterizo hasta en eso. Durante las noches de verano aquí arriba disfrutamos de un par de grados menos que en el plano de la ciudad. El viento nos despeina más y llego en cinco minutos al Parc Güell por la parte de arriba y a este mirador desde el que escribo. Si me diera por vender mi apartamento de Chamberí, no dudaría en comprar aquí, lo mismo que allí en Madrid la Nueva Numancia de Vallecas merece mucho la pena. Que no te tome el mercado por idiota.

Y aún el Carmelo se merecería otra ronda pero me despierto en unas horas y Barcelona continúa. Hace tiempo que no disfrutaba escribiendo en la noche profunda. Por este silencio limpio tras mis ventanas abiertas de par en par. Por mi ser camaleónico que sabe que con cualquier humano me une una inmensidad y unas bravas. Por el que hace de una visita un encuentro y no se deja amilanar por prácticas económicas fracasadas e inhumanas.

La Barcelona de la Sagrera y las obras de la estación del AVE que desesperan. La de Vía Julia con sus palmeras, tiendas y terrazas, donde el pueblo celebra inconscientemente o no que llegaron, vencieron y que la ciudad la construye el emigrante. Ni Barcelona ni Madrid serían nada si no fuese por la inmigración de provincias. Conviene recordarlo a los que espolvorean esencias patrioteras o se creen dueños de no sé qué. Ser madrileño me enseñó a no tener que llamar a la puerta para pasar, a entender lo que significa la casa de todos.

La Barcelona de los negros, de los paquis, de las editoriales, la del taxi en llamas contra la competencia desleal, la de Bolaño y la de Mendoza, la del travestismo del Ocaña y el rap y el jazz de Jamboree, la de la Plaza Real que te transporta al Caribe, la modernista, la intelectual, la del carterista, la de los perros y su playa, la Barcelona de la calle Blai y sus pinchos y antorchas, la del Paralel y la felicidad del mar al fondo, la de la elegancia del centro de Sarrià. La de un Espanyol que no existe, la de un Barça hasta en la sopa. La del Raval y sus skaters, la Barcelona a la que le falta un Sabina, la que quiere que le susurren cuando se hace la víctima, la eterna contestataria, la del refugio para el que huye y se reinventa, la de los argentinos, venezolanos y murcianos. De la Mina a Badalona con sus empinadas calzadas de Santo Cristo y hasta la Plaça Europa de Hospitalet. De río a río y tiro porque me toca, pues nunca tuvo tanto sentido la idea de Metrópoli como aquí. No se acaba nunca mi ciudad.


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