Un cura enrollado
El Padre Alberto soltó un sonoro me cago en Dios mientras apartaba de su plato una mosca cojonera. Los presentes en la mesa nos meamos de la risa.
Solo alguien inteligente, pensé, es capaz de romper el hielo con una expresión aparentemente sin importancia pero que en realidad esconde una forma de ser tal como pudimos comprobar por su visión del cristianismo, muy alejada del rigorismo farisaico que ha existido siempre. Con jovialidad y buen rollo, con risas y entusiasmo hablamos de un montón de cosas sin prejuicios y sin un análisis literal del lenguaje que nos hiciera sentirnos cohibidos. Porque si su blasfemia era en realidad amar con locura a Dios, ya cada cual teníamos en la punta de la lengua la libertad de expresarnos como nos diera la gana. Ironía y sarcasmo, incluidos.
Auspiciado por su buen rollo le metí mucha caña a Alberto, siempre con respeto y con un tono afable. Más que sentenciar le preguntaba cómo era posible esto y lo otro, por qué no se modernizaba de una vez la Iglesia y dejaba oficiar misa a las mujeres, por qué no predicaba con el ejemplo y luchaba contra los poderes malignos de esta época como la despersonalización, la tremenda desigualdad o por resucitar a la Madre Tierra ultrajada y violada por la avaricia. No entiendo, Padre, cómo no hay una revuelta espiritual dentro de la propia Iglesia. Tengo subrayado el Nuevo Testamento por todos los rincones y creo que Jesús y los primeros cristianos no tienen nada que ver con lo acontecido durante la Historia en nombre de Cristo.
El Padre dijo que la única Iglesia en la que creía era la de un dios humano encarnado en Jesús. Una divinidad con ojos, manos y un corazón bien grande. Con una bondad que se desprende de modas pasajeras y del afán de riquezas y consumo. Que se compadece de los que sufren pero que no había acudido a la cena para sermonearnos, así que pidió otra botella de vino y las conversaciones derivaron por otros derroteros.
De vuelta a casa me descojonaba recordando distintos momentos de la cena. Cuántos Padres Alberto necesitan los meapilas de las ideologías, en una sociedad llena de censuras de toda índole donde se descontextualiza hasta las náuseas. Para mí sus palabras fueron como si me tiraran un jarrón de agua fría tras semanas por el desierto de la estupidez. Cuánta risa hacia nosotros mismos necesitamos. Cuántos marxistas cagándose en Marx. Cuántos patriotas en la bandera. Cuántos biempensantes sobre su cabeza.
Hay algo grotesco en quien se toma tan en serio, quien vive en la exageración o todo lo analiza bajo sus creencias y busca enemigos hasta detrás de las orejas. Es difícil hoy hablar sin que haya un aludido preparado con las uñas encendidas, parapetado en su fundamentalismo. Hace años que no se escucha la palabra humanista que quizás abarca todas las luchas que merecen la pena. Siendo solo personas y poco más. Siendo solo personas que ya es mucho.