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Veintitrés minutos

Veo su mano levantada desde el siguiente cruce y pienso que ojalá se adelante otro verde. No es por nada pero llevo un día de mierda y no me apetece llevar a otro niño con sus correspondientes golpecitos en el respaldo, su sube baja de ventanilla y su vocecilla insistente. En realidad nada me impide pasar de largo pero empieza a llover y también empieza a sonar uno de mis temas preferidos y la indecisión me obliga a pegar un frenazo frente a ellos. Mis rodillas se incrustan en el salpicadero del Corolla. Bajo el volumen. Aprieto la mandíbula. Nos incorporamos a la Gran Vía y avanzamos unos metros, pocos porque el tráfico está imposible. Puta suerte la mía. El crío ha hecho una pregunta sobre Platón nada más subir y ahora observa concentrado el deslizar de las gotas por la ventanilla. Hace unos movimientos extraños con las manos y bosteza. Bosteza mucho. Bosteza como si le fuese la vida en ello. La placidez de ese niño y de su madre va inundando el habitáculo. La chica me resulta enigmática, debe tener mi edad, intento capturar un fragmento de su rostro pero el ángulo oblicuo del retrovisor me lo impide. Tose un par de veces como queriendo aclararse la voz y me pregunta en un tono frágil si puedo subir el volumen de la música. Nuestros ojos se encuentran en el espejo. Asiento, sonrío y entonces algo parecido a una descarga eléctrica me atraviesa. Me obligo a apartar la mirada rápido porque si no lo hago, si no retiro mis ojos de los suyos, me atraparán.

 

¿Mami, crees que ella ha estado en Plutón?, pregunta Elliot nada más entrar, después bosteza y mira abstraído por la ventanilla. Le tomo la mano para detener su aleteo pero recuerdo las palabras de la doctora; el balanceo y el aleteo le proporcionan placer sensorial. Placer sensorial, pienso y recuerdo que adoro los taxis, el aroma indefinido a gente, a día feriado, a mercado de fruta. Su radiante soledad, el anonimato, la momentánea suspensión de las rutinas. Los taxis te alejan de donde no quieres —o no debes— estar. Los taxis te brindan la huida perfecta. Y yo siempre deseo huir. Le pido a la taxista que suba el volumen de El pensamiento circular. Nuestras miradas conexionan en la ambigüedad del espejo y siento algo parecido a un fogonazo que me recorre la carne, no logro desvincularme de esa sensación. Elli recuesta la cabeza en mi regazo, acaricio sus mechones ondulados, sus párpados se dejan caer varias veces, su respiración es pausada. Le dejo hacer a riesgo de que una pequeña siesta ahora suponga una noche en vela más. Le dejo hacer porque me embelesa su capacidad para atraer y atrapar el sueño. Reconozco la guitarra eléctrica de Talk Show Host, apoyo la sien sobre el frío cristal. A veces sucede; el pitido en el fondo del oído no está y el pánico se queda en su guarida de alimaña. La ciudad movediza son trazos impresionistas. Los edificios, los árboles, las personas han olvidado su forma, solo atienden al color y la luz de los faros de los coches. Avanzamos de a poco, la taxista se presiona el nacimiento de las cejas, suspira profundo, percibo su angustia. No tenemos prisa, digo en un intento vago por aliviar su tensión. Veintitrés minutos, según Google, apunta ella tajante. No importa, no tenemos prisa, repito sin saber qué más añadir. Algunas veces el vértigo ofrece una tregua y sé quién soy y sé qué quiero; que esos ojos del retrovisor existan. Me observo las manos, los dedos, las uñas. Asumo mis límites y garabateo una secuencia de números en el vaho del cristal.

 

El crío se ha quedado dormido, lo veo de refilón al cambiar de carril. Debería preguntárselo porque estamos en Lesseps y pronto vamos a llegar a su destino y se va a bajar y vamos a dejar de compartir espacio, pronto va a volver a su vida y va a desaparecer de la mía. Me gusta tu música, comenta la chica mientras enfilamos su calle y suena otra triste canción de Nacho Vegas. Gracias, digo mientras las estúpidas palabras vuelan de mi hueca cabeza. Son doce con treinta.

Aroa Cangueiro

Ciudad Nocturnal

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